jueves, 17 de mayo de 2018

Vida y milagros del catalán que odiaba a todo el mundo


Un castellano orgulloso hasta el extremo de la locura, potencial saqueador de continentes cuya tierra se refleja en la atrofia cerebral de un rey tarado; uno de esos miserables cortesanos incapaces del menor empuje constructivo a los que lo industrioso les repele y cuyas manos estarían sucias si empuñaran otra cosa que no fuese un arma; de los de pro, de aquellos para los que trabajar es una deshonra frente a la deshonra que es para un catalán no trabajar... Y sin embargo (y aquí completo al bueno de Zubi que sirvió a las órdenes del rara avis general Villarroel, ¿gallego o asturiano? con partida de nacimiento barcelonesa y que acabó su carrera en la derrota de la ciudad condal en 1714), un servidor, castellano al que le gusta la buena lectura y que si tiene que empuñar un libro lleno de patrañas pero en general muy amenamente escrito en la lengua de malnacidos como Cervantes o Quevedo (al que también le dedica la suya), pues lo empuña. Y sin necesidad de usar jabón después.

Podría convertir esta crítica literaria en un alegato anticatalanista y en defensa de la buena imagen del castellano y del español en general, pero no quiero generalizar y prefiero que cada uno se refleje en sus propias palabras. Ahí arriba he plasmado las que el autor de Victus. Barcelona 1714, en boca de su criatura literaria, le dedica a los que nacimos al oeste del río Segre. O de más allá, porque visto el desprecio que le hace al resto de aragoneses, se diría que Zaragoza (excepto por alguna escaramuza puntual), Huesca y Teruel ya no existían por ese entonces. Por lo que dicen hasta los americanos, el libro ahonda en esa tendencia a la falta que parece tan en boga estos días a los pies de Montjuic.

Pincha en la imagen si te pica la curiosidad.

Pero no. Vamos a lo literario, que es lo que interesa. Aunque antes, déjame contarte cómo cae esta pieza en mis manos. Pues muy fácil: Supe de ella a través de un amigo brasileño, lector voraz y crítico juicioso, declarado fan de la causa catalana. El asunto suscitó un interesante debate histórico-político y una curiosidad real por saber lo que se dice de uno sin que te lo cuenten los demás. Ahí quedó la cosa hasta que, por una de esas grandes casualidades de la vida, paseando por el centro de la castellanísima y segovianísima villa de Sepúlveda, me llamó la atención una portada con caracteres gigantográficos sobre una mesa junto a la fachada de cierta almoneda, entre un montón de libros expuestos bajo el reclamo 1x2€, 3x5€ (no siempre los de Barcelona y alrededores van a ser los únicos que saben hacer buenos negocios) y una muestra de confianza del dueño del establecimiento que conminaba a dejar el importe exacto de la compra sobre la misma mesa o bajo la puerta de la tienda, sin necesidad de pasar al interior.

Las niñas eligieron un impecable ejemplar del Manual de los Jóvenes Castores y no recuerdo qué otro libro, mientras que una elegante cuarta edición de la primera obra de Albert Sánchez Piñol escrita en castellano vino a parar a mis manos. Elegante no, lo siguiente: Al ejemplar encuadernado en tapa dura y finísimamente impreso con su título destacando en rojo sobre el croquis del asedio final de Barcelona le acompañan dos separatas con la reproducción del mapa completo que ilustra la portada y una relación resumida del elenco real e inventado de la obra. Un alarde editorial que tal vez tenga que ver también con el hecho de ser publicado originalmente en castellano (idioma que, a poco, se entiende en más rincones del mundo que el catalán) y posteriormente traducido de ésta al resto de las lenguas que lo hayan demandado, incluída la de Maragall.

El antipático protagonista.


¿Y quién es el bueno de Martí Zuviría al que mencionaba más arriba? Pues no es nada menos que un personaje al parecer real, gris y medio anónimo pero real, que sirvió de ayudante del general Villarroel y cuyas lagunas biográficas rellena el autor de la novela con una mezcla genética del buscón don Pablos, de Quevedo, y de los jóvenes Gabrielillo de Araceli y Andrés Marjiuán de los Episodios Nacionales de Galdós, en una acción que parece querer dar réplica al Madrid del 2 de mayo narrado por Pérez Reverte en Un día de cólera.

Antes de llegar al fatídico 11 de septiembre (que para el imaginario catalán ya era fatídico mucho antes de que todos conociésemos al tristemente famoso Mohamed Atta), el bueno de Zuvi nos cuenta por qué de brillante ingeniero militar aprendiz de Vauban, ¡el más grande! va saltando de lealtad en lealtad hasta llegar a su Barcelona asediada, salpicando su evolución vital con chorretones de una moralidad más que dudosa, una rabia irracionalmente repartida y una histriónica narración en primera persona que pretende llegarnos más real al saber que es el antipático Zuviría, casi centenario, el que le dicta en persona a una maltratada secretaria que no omite ni una interjeción del relato.

Sí, al antipático de Zuvi al final no hay quien lo aguante, pero por lo menos, tanto los amantes de la arquitectura histórico militar como los legos en la materia apreciamos lo bien traído que está el asunto en la novela. También nos presenta a algunos de los personajes de su época y, ahí sí, su padre Sánchez Piñol aparenta que no se casa con nadie al repartir estopa a todo lo que se menea, reivindicando para empezar la figura del Villarroel artífice de la defensa de Barcelona y al que se obvió desde la cúpula catalana para elevar a los altares una figura más institucional y acorde a las exigencias del guión nacionalista como es el muy floreado abogado Rafael Casanova.

Estopa para todos.


El autor también tiene reproches para los catalanes. Al más puro estilo antisistema, carga casi todas las culpas en las administraciones civiles y religiosas (pilares sobre los que se asientan esas Cortes que promovieron los fueros medievales a los que tanto se aferraban contra el nuevo centralismo de la Corona), coronando de laureles a un pueblo que al principio lucha por su libertad (a lo Braveheart pero más heróico, claro está) aunque al final confiesa que todo no pasaba de un si me llevan por aquí, por aquí que voy, por aquello del qué dirán, más que nada. Pero mientras que les quiten lo bailao. Ante todo, que quede claro, por ejemplo, que los miqueletes no eran simples bandoleros y asesinos, que eran luchadores de la libertad y que por eso destripaban tanto invasor que pillaban como catalán en la retaguardia, por si resultaba ser un traidor a la patria. Ya esos desalmados matarifes de los ejércitos borbónicos ansiosos por asesinar catalanes así, a lo loco...

Y eso que resulta que todo el mundo quería ser catalán, que cualquier ciudadano del mundo que llegaba a Barcelona inmediatamente catalanizaba hasta su nombre para poder formar parte de esa ejemplar sociedad superior en lo moral, lo legal y lo comercial a cuanto se conocía en los alrededores. No se entiende después que todo el mundo abandonara a ese pueblo bajo las garras de franceses y castellanos cuando estaba claro a todos los niveles que, repartido el antiguo imperio español y reorganizado el mundo entre sus nuevos dueños, aquella lucha de 1714 era mucho más que una simple revuelta interna. O eso pretendían hacer ver.

En fin, que sólo me falta recomendar la lectura, porque es recomendable, sí señor, acompañada de un libro de historia riguroso, por si se quiere contrastar ficción y realidad. Aunque tal vez de poco sirva, porque como siempre habrá quien alegue que la historia la escribren los que ganan, poco faltará para que Zuvi, Anfán y el enano Nan tengan sus propias calles por cortesía de la alcaldesa Colau en detrimento de algún presunto facha como ese tal Villarroel, por ejemplo.

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