jueves, 18 de febrero de 2016

En busca de los libreros de viejo porteños

Mi Buenos Aires querido, allá por septiembre de 2007. 
Normalmente quien escribe para el público asume una posición de superioridad moral. Si pretendes que te lean, tienes que tener la convicción de que lo que estás escribiendo es interesante para los demás, que necesitan leerlo. Así por ejemplo, un especialista en viajes debe generar envidia en su lector, demostrar que esa experiencia que está describiendo es tan maravillosa que el que está al otro lado del texto será un pardillo mientras no lo haya disfrutado. Quien escribe opinión, automáticamente está adoctrinando. Manifiesta su posición esperando que alguien concuerde con ella o que entonces genere polémica, una discusión. En ese caso, como se suele decir, tiene la ventaja de haber golpeado primero. Un crítico literario está indicando el camino, su camino, para que los demás implementen su intelecto siguiendo los pasos marcados, los libros y experiencias él leyó (o no, pero que sabe que los demás deben leer) para llegar algún día cerca de ese limbo de autoridad del que él ocupa el trono. Y ese ejemplo se podría aplicar a cualquier otra especialidad. 

Bueno, pues yo voy a trillar el camino contrario -¿acaso me invisto de humildad y falsa modestia para predicar mi palabra?-Les voy a contar una experiencia lectora/viajera de la que no estoy especialmente orgulloso, pero que me sirve de utilidad para, en el futuro, disfrutarla más si cabe... Si llego a tiempo. 


Postal/mosaico que monté con mi vista
favorita todos los días a la hora del
desayuno en el Hostal Estoril.
Pero vamos a comenzar por el principio. Todo empieza en el aeropuerto de Ezeiza unas fría y lluviosa noche de septiembre u octubre. Llegué a Buenos Aires aún deslumbrado por la fascinación de haberlo conseguido. Mi primer viaje solo fuera de España, no podía ser a otro lugar. Llevaba años soñando con ese momento y cuando al fin hollé suelo porteño, ahí estaba, aterido por los nervios, la euforia y un poco de cansancio. Entre mis objetivos, repartir algunos currículums (quién sabía si, de repente, a algún gerente loco de RR.HH. se le cruzaban los cables y contrataba a ese gallego con cara de despistado) y empaparme de ese ambiente porteño del que tanto y tanto había leído y oído. Y no, no me refiero al de los tangos en la Boca o algún local de San Telmo (que también, claro), si no al empolvado, mohoso y viejuno de aquella ciudad aún algo más atrapada de lo que a muchos gustaría en los tiempos de Perón.

En verdad el mío era un ejercicio de autolaceración porque viajaba con mis pesos más que contados y con la mochila más bien justita. Además de pasear como un porteño desocupado, parando en cualquier momento a leer el periódico tomando un café por el centro o refrescarme con una Quilmes mientras pasaban el resumen de la Libertadores en la tele de alguna tasca de los extrarradios, quería visitar anticuarios, perderme en librerías y respirar polvo acumulado por años hasta acabar sin resuello. La primera parte la cumplí con creces. Y aún tuve tiempo de hacer lo mismo por La Plata hasta que al segundo día me quedaba poco que ver y me volví a mi 'casa', y de sentirme el padre Gabriel inspirándose en la música de Enio Morricone mientras la humedad provocada por las fervenzas de Iguazú se le filtraba hasta lo más profundo del tuétano. 



La miticérrima librería-Teatro Ateneo. Para la próxima.

Y habrá quien esté ya pensando: "Pero cuando va a querer éste hablarnos de aquellas famosas librerías; de lo que se siente asomando por primera vez a la platea del viejo Teatro Ateneo y ver todos aquellos miles de estantes atestados de libros donde antes había butacas. Enumerarnos las mejores de entre los cientos de librerías ocupando los bajos de históricos edificios, los cafés entre estanterías y más estanterías" -y porque no voy a entrar en más detalles sobre los anticuarios de San Telmo-. ¿Que cuándo voy a hablar de todo eso, si ya llevo cinco párrafos y aún nada? Pues ahora, en los párrafos finales.

Porque callejeé, turisté, tomé cafés, cervezas mil, comí asados, alfajores, visité la estatua de Gardel, oí misa en la Catedral (que entonces dirigía el ahora papa Francisco), donde pude fraquear la guardia perpetua al pie de la tumba del general San Martín; y también visité la tumba de sus padres, mis paisanos, en el cementerio de La Recoleta donde es casi obligado ir a saludar a la señora de Perón... Pero no entré en el Ateneo. La verdad, en mi descargo diré que en aquella época debía estar aún a punto de abrir sus puertas tras una larga reforma, porque si no, no me explico tamaña falta en mi historial. Como digo, ese objetivo de visitar libreros y anticuarios acabó siendo un poco frustrante porque cuando lo hice, no encontré nada que a priori se ajustase a mis dos premisas básicas: gusto y presupuesto.



Sigo sabiendo llegar sin problema a esta esquina.
Eso sí: vuelvo a arruar Buenos Aires virtualmente para recrear la experiencia de antaño y me sigue saliendo casi mecánicamente el camino que hacía cuando quería tomarme un café en la antigua Librería del Colegio, hoy De Ávila. Me planto en el mapa junto al antiguo Cabildo de la autoridad municipal en tiempos del Virreinato y en dos saltos de Street View ahí estoy frente a esa ilustre esquina de Adolfo Alsina con Bolívar. Tampoco me falta puntería para caer enfrente a esa pequeña librería que ocupaba casi un sótano del Palacio Vera en la Avenida de Mayo (y que no me suena que sea esa Calesita que me sale en el buscador). No en vano, pasé decenas de veces por delante, aunque no me decidiera a entrar casi hasta mi último día. Y mejor no voy a hablar de mis dos intentos frustrados de llegar al parque Rivadavia, porque ahí sí que tuve la extrema puntería de programarme para visitar los puestos callejeros. La primera vez en día de descanso y la segunda bajo un intenso aguacero.


Para ser sincero, al final me traicioné un poco a mí mismo, porque casi el único libro que acabé comprando en todo el viaje, ni lo compré en una de estas librerías con solera ni era un ejemplar antiguo. Aunque el autor sí fuese de renombre: Fue una reedición del Diccionario del Argentino Esquisito, de Adolfo Bioy Casares, comprada en la -para mí- nada glamurosa aunque sí cómoda Librería Cúspide del Recoleta Mall. Sí compré otro libro, y sí, en De Ávila: una guía socioeconómica e histórica de Argentina de 1948, escrita por Juan Pinto para la editorial Atlántida de Buenos Aires. ¡Ahí queda ésa! Y si sirve de consuelo, el único disco que compré tampoco era de tangos, si no una rareza de la Deutsche Grammophon de música medieval inglesa interpretada por Sting. O algo así.

Así que sí. Como digo, si las crisis y las adaptaciones a la modernidad no acaban con el encanto de las librerías, y en especial con las de viejo (lo digo porque físicamente cada vez son menos aunque, para mayor comodidad también, cada vez más ofrecen sus catálogos en internet, lo que le quita un millón de puntos de encanto al asunto pese a lo cual el resultado siga siendo aquella sensación excepcional), la próxima vez que por fin vuelva a mi Buenos Aires querida no dejaré de pasar por muchas de las que se me quedaron en el tintero (aquí una muestra con algunas), y regresar a las que queden de las que sí tuve el placer de visitar. A ver si esta vez tenemos más suerte.

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