domingo, 11 de noviembre de 2018

Ante el primer centenario de la Gran Guerra y otras contiendas


Comencé a escribir esto allá por el año pasado, lo retomé en enero y lo culmino ahora porque era la fecha prevista. Después de acabar en febrero de 2017 una excelente novela biográfica sobre Napoleón, continué con la entretenida policial-guerracivilista  Falcó, de Pérez Reverte. Ya hablé lo suficiente al respecto en textos pasados, así que sigo adelante con mi relato. Inmediatamente después me metí entre pecho y espalda las excelentes crónicas de Valle-Inclán, testimonio de su convocatoria oficial para dar a conocer al neutral público hispano los desastres de la Gran Guerra, en una edición enturbiada sólo por el pesado y casi totalmente prescindible ensayo introductorio al que también ya me referí aquí en su momento. Y a partir de ahí me vi inmerso en una espiral bélica en la que seguí y en cierto modo siempre sigo, cual infante atrincherado en el Somme o en los Pirineos, enfrascado sin visos de salir próximamente. Todo firmas brillantes como Rudyard Kipling, George Orwell, Augusto Assia, Manuel Chaves Nogales y Juan Eslava Galán. Todos (menos Eslava) contando su testimonio de lo que fueron en aquellos terribles días que marcaron la historia del siglo XX antes de llegar a su cénit. También pasaron por aquí más recientemente Eduardo Mendoza con su ficción sobre el Madrid previo a la GuerraCivil y Mark Harris y su recopilación de las historias vividas por los gigantes de Hollywood al servicio de la maquinaria de propaganda e información bélica; y ya cruzando el ecuador del siglo armado, Pérez Reverte de nuevo, rememorando aquel capítulo de los puentes bosnios que acompañé en su día por la tele y cuya lectura también me inspìró el proyecto de fin de carrera; Manu Leguineche, esta vez pasando de refilón junto a algunos de los polvorines que más tarde acabarían calentando –a conciencia- la segunda mitad del siglo XX; y Oriana Fallaci con una imprescindible recopìlación de entrevistas a algunos de los titiriteros que han manejado las cuerdas de muchas de las mayores matanzas castrenses entre los pasados años 50, 60 y 70.

Por eso quería escribir esto antes de llegar las 11 horas del día 11 de noviembre, cuando pensaba que todas las campanas del mundo irían a repicar como lo hicieron cien años atrás por el fin de la guerra más cruenta y estúpida (de entre lo estúpidas y cruentas que son ya de por sí las guerras) de cuantas habíamos emprendido los seres humanos hasta que la superamos 20 años después. Finalmente no me ventilé más libros sobre la Primera Guerra Mundial hasta esta fecha. No hubo entre mis manos más crónicas como las que escribieron Kipling y Valle Inclán, aliadófilos confesos y referentes de la literatura inglesa y española respectivamente cuando los cañonazos recorrían los continente de norte a sur, cada uno escribiendo con su estilo particular aunque ambos sospechosamente simétricos en sus percepciones y la denuncia de los desmanes del salvaje enemigo de la humanidad (trabajo brillante de las asesorías de comunicación aliadas, por lo que parece).  

Me temo que soy un poco monotemático, qué le voy a hacer. Me gustan las Hazañas Bélicas más que a un tonto una tiza. Pero es que soy un gran admirador de la mayor creación del hombre, que es su capacidad de destrucción. Por eso conmemoraciones como la de hoy sí debemos recordarla y hacerla saber, porque nos recuerda lo incongruente de nuestra naturaleza y nuestra capacidad de superación cuando los rigores del guión así lo exigen. Porque seguiremos tropezando una y otra vez en los mismos errores por insistir en no verlos como redundancias de un comportamiento estúpido. Seguiremos yendo como borregos a los mataderos del Somme, de Verdún, de Stalingrado, de Dien Bien Phu, de Ruanda... Por favorecer ciegamente a aquellos líderes que ya han demostrado hasta la saciedad sus ansias de poder, independientemente del interés general. Literalmente caiga quien caiga.

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