(Aviso, el texto que viene a continuación no va a ser fácil, pero al final creo que compensa el esfuerzo).
Inconscientemente,
mi nexo con Saramago se remonta exactamente a la época en que decidí venirme a
vivir a Brasil. Él, portugués casado con una española y residente en Canarias,
moría por las fechas en que yo, español de Palencia residente en Melilla, decidía venirme a
vivir a Brasil con mi futura esposa pernambucana. Y lo que son las cosas, ahora
que pienso en lo que escribo, es triste pensar el prejuicio que puede generar
esa frase anterior, ya que el subconsciente lo primero que nos llevaría a
muchos a imaginar es a un españolito amante de la fiesta siendo ‘cazado’ por
una mulatona en una tórrida playa tropical animada al son de la lambada… Como
pensar en una española casada con un cubano y no imaginar a Marujita Díaz trayéndose
un Dinio bajo el brazo a su vuelta de la perla del Caribe. Pues no, ni es
mulatona, ni la saqué de su país para facilitarle los papeles en el presunto
primer mundo, ni me quedé aquí fundiendo mi fortuna en obras de dudosa caridad y
fiestas en la arena. Aunque sí, cuando supimos de la muerte de Saramago,
estábamos en la playa y Naide, como entusiasta lectora del viejo portugués,
sintió profundamente su tránsito. Algún tiempo después, cuando aún nuestra
condición familiar nos permitía decidir, de un momento para otro, indagar la
programación de las distintas salas de cine de nuestra ciudad y salir diez
minutos después a pasar un rato disfrutando del séptimo arte, nos regalamos con
una programación bien cultureta: En el conocido como Cinema da Fundação
(reducto de intelectuales y resabidillos pernambucanos) emitían la cinta José y
Pilar, documental producido por los hermanos Almodóvar (lo que ya de entrada
podría alejarme de cualquier butaca como un repelente de mosquito nos protege
del temido aedes aegipty) en el que se cuenta un momento de la vida de esa
pareja (me sigo preguntando quién es más protagonista, si el premio Nobel
lusitano o su revolucionaria feminista y siempre dispuesta a la bronca esposa
española) que, sin saberlo (o tal vez sí), iba a relatar parte del postrero
momento vital y productivo de Saramago. Entre presentaciones internacionales y homenajes
que algunos ya daban por casi póstumos, Saramago está acabando su próxima
novela sobre el hipotético viaje emprendido por un elefante y su cuidador,
traídos a la corte portuguesa de don Juan III como muestra viva de las riquezas
del imperio luso alrededor del mundo, y que acabaron en Viena previo paso por
las llanuras castellanas donde serán entregados como regalo de cumpleaños a
orillas del Pisuerga al archiduque Maximilano de Austria, que se encontraba por
aquel entonces en Valladolid representando a su cuñado Felipe II y a punto de
volver para casa a asumir su condición de heredero del imperio. La historia, en
sí, cuenta las peripecias del paquidermo y las reflexiones de su cornaca
(cuidador) a lo largo de la ruta en la que, con la mayor simplicidad, Saramago
nos cuenta, literalmente, cómo chocan y se entrelazan la forma de pensar y de
actuar del portugués, del austriaco y del indio, del monarca, del funcionario
público, del criador de animales, del soldado y del religioso. Y digo que nos
lo cuenta literalmente, por la raíz común del verbo contar y del sustantivo
cuento. Porque la primera vez que ves la cara de adusto profesor de Literatura Portuguesa,
no imaginas que ese acartonado viejo de rictus hierático que merecidamente
podría ilustrar bustos y estatuas junto a los grandes héroes de las letras
mundiales sin que el artista tuviese que esforzarse mucho imaginando la
expresión que debería
dar a su escultura para que hiciese justicia a la
gravedad de la obra, atesora en el fondo de sus inexpresivos ojos y su incorrecta
gramática un excelente humor cerebral. En eso sí que no me recuerda al señor
Manín, mi abuelo, al que el buen humor se le escapaba, si me permiten la
perífrasis hiperbólico-metafórica, tanto por las arrugas de su embigotada cara como
por la brillante calva cuando la boina la dejaba al aire. Pero sí, los dos
sabían contar historias, y meterles, como quien no quiere la cosa, un toque divertidamente
interesante sin perder la gravedad del asunto, alternando el estilo directo con
el indirecto y la anécdota con el dato veraz, hasta tejer un relato cautivador
en el que mil ramas podían llevarte de la más paradójica de las conclusiones a
la teoría más evidente.
Un cachondo éste Saramago. Cómo se lo pasa con la bolita, oiga. |
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