jueves, 19 de mayo de 2016

A paso de elefante desde Goa hasta Viena

El Viaje del Elefante, José Saramago, El Estante Combado

(Aviso, el texto que viene a continuación no va a ser fácil, pero al final creo que compensa el esfuerzo).

Reconozco que para ser un cuento de algo menos de 300 páginas, me costó acabarlo. Que la historia es entretenida, eso no se duda, pero para leer a Saramago se necesita un poco de paciencia. A fin de cuentas, de cierta forma me recuerda un poco a mi abuelo por la manera de envolvernos en su conversación, en la que iba intercalando de la forma más natural el propio fondo de lo que te iba contando con explicaciones en paralelo que, aunque no estuviesen directamente relacionadas con la historia, el contexto las iba trayendo de la mano. Claro, no es lo mismo escuchar que leer cuando el hilo de la conversación viene y va y tu atención depende de ti mismo y de la situación. Si por algún motivo tienes que desviarla momentáneamente, retomar es difícil. Pero volviendo al asunto del libro y su autor, El Viaje del Elefante y José Saramago, venía ya de lejos mi intención de envolverme con ellos. 

Inconscientemente, mi nexo con Saramago se remonta exactamente a la época en que decidí venirme a vivir a Brasil. Él, portugués casado con una española y residente en Canarias, moría por las fechas en que yo, español de Palencia residente en Melilla, decidía venirme a vivir a Brasil con mi futura esposa pernambucana. Y lo que son las cosas, ahora que pienso en lo que escribo, es triste pensar el prejuicio que puede generar esa frase anterior, ya que el subconsciente lo primero que nos llevaría a muchos a imaginar es a un españolito amante de la fiesta siendo ‘cazado’ por una mulatona en una tórrida playa tropical animada al son de la lambada… Como pensar en una española casada con un cubano y no imaginar a Marujita Díaz trayéndose un Dinio bajo el brazo a su vuelta de la perla del Caribe. Pues no, ni es mulatona, ni la saqué de su país para facilitarle los papeles en el presunto primer mundo, ni me quedé aquí fundiendo mi fortuna en obras de dudosa caridad y fiestas en la arena. Aunque sí, cuando supimos de la muerte de Saramago, estábamos en la playa y Naide, como entusiasta lectora del viejo portugués, sintió profundamente su tránsito. Algún tiempo después, cuando aún nuestra condición familiar nos permitía decidir, de un momento para otro, indagar la programación de las distintas salas de cine de nuestra ciudad y salir diez minutos después a pasar un rato disfrutando del séptimo arte, nos regalamos con una programación bien cultureta: En el conocido como Cinema da Fundação (reducto de intelectuales y resabidillos pernambucanos) emitían la cinta José y Pilar, documental producido por los hermanos Almodóvar (lo que ya de entrada podría alejarme de cualquier butaca como un repelente de mosquito nos protege del temido aedes aegipty) en el que se cuenta un momento de la vida de esa pareja (me sigo preguntando quién es más protagonista, si el premio Nobel lusitano o su revolucionaria feminista y siempre dispuesta a la bronca esposa española) que, sin saberlo (o tal vez sí), iba a relatar parte del postrero momento vital y productivo de Saramago. Entre presentaciones internacionales y homenajes que algunos ya daban por casi póstumos, Saramago está acabando su próxima novela sobre el hipotético viaje emprendido por un elefante y su cuidador, traídos a la corte portuguesa de don Juan III como muestra viva de las riquezas del imperio luso alrededor del mundo, y que acabaron en Viena previo paso por las llanuras castellanas donde serán entregados como regalo de cumpleaños a orillas del Pisuerga al archiduque Maximilano de Austria, que se encontraba por aquel entonces en Valladolid representando a su cuñado Felipe II y a punto de volver para casa a asumir su condición de heredero del imperio. La historia, en sí, cuenta las peripecias del paquidermo y las reflexiones de su cornaca (cuidador) a lo largo de la ruta en la que, con la mayor simplicidad, Saramago nos cuenta, literalmente, cómo chocan y se entrelazan la forma de pensar y de actuar del portugués, del austriaco y del indio, del monarca, del funcionario público, del criador de animales, del soldado y del religioso. Y digo que nos lo cuenta literalmente, por la raíz común del verbo contar y del sustantivo cuento. Porque la primera vez que ves la cara de adusto profesor de Literatura Portuguesa, no imaginas que ese acartonado viejo de rictus hierático que merecidamente podría ilustrar bustos y estatuas junto a los grandes héroes de las letras mundiales sin que el artista tuviese que esforzarse mucho imaginando la expresión que debería
José Saramago pasándoselo bien.
Un cachondo éste Saramago.
Cómo se lo pasa con la bolita, oiga.
dar a su escultura para que hiciese justicia a la gravedad de la obra, atesora en el fondo de sus inexpresivos ojos y su incorrecta gramática un excelente humor cerebral. En eso sí que no me recuerda al señor Manín, mi abuelo, al que el buen humor se le escapaba, si me permiten la perífrasis hiperbólico-metafórica, tanto por las arrugas de su embigotada cara como por la brillante calva cuando la boina la dejaba al aire. Pero sí, los dos sabían contar historias, y meterles, como quien no quiere la cosa, un toque divertidamente interesante sin perder la gravedad del asunto, alternando el estilo directo con el indirecto y la anécdota con el dato veraz, hasta tejer un relato cautivador en el que mil ramas podían llevarte de la más paradójica de las conclusiones a la teoría más evidente. 

¿Y con  todo lo anterior qué es lo que he querido decir? Pues eso mismo: Que igual que nunca es tarde para empezar a escribir, aunque para saber envolver y cautivar con tus historias no necesitas ser el más famoso de los autores, tampoco hace falta ser un genio para que te permitan jugar con las normas establecidas (ya sean gramaticales o legales), aunque al final a los ricos y famosos, aun siéndolo, siempre les acaban cayendo regalos y concesiones que a los demás, por no serlo, habitualmente nos toca apoquinar. Puede que ahí resida precisamente la genialidad, en encontrar un diferencial y saber sacarle partido. Todo sea por mantener el orden natural que sea y que nos hace disfrutar de cosas como la lectura de Saramago, por muy antipático que nos resulte su estilo conversado, casi vertido, podría definirlo, por no caer en el escatológico y un poco despectivo de calificarlo como vomitado, y descubrir que ese portugués que al contrario que el clásico turista, decidió recrearse en lo más árido de las islas Canarias con lo más arisco del carácter femenino (o esa es la imagen que ella insiste en dar dejando para la intimidad de su alcoba los cariños secretos de la pareja), es una persona divertida con mucha genialidad escondida tras sus gruesas cejas. Y que a lo mejor me tachan ahora de inmodesto por creerme el descubridor de todo eso cuando la persona ya ha ganado hasta el Nobel de literatura y todo, pero bueno, hasta Américo Vespucio se llevó los honores de dar nombre a dos continentes y pico cuando todo el mundo sabe que, vikingos y migraciones esquimales prehistóricas aparte, quien descubrió América fue Cristóbal Colón, ya sea como marino genovés, contrabandista balear, príncipe republicano independentista catalán, hidalgo gallego con afición a las letras o lo que sea. Valga mi intento de homenaje al estilo y argumentación (aunque mejor puntuado y mayusculado) del contador lusitano, con el que he querido traer hasta aquí al lector, al mismo paso con el que el viejo Salomón (o Solimán) fue recorriendo el mundo desde el imperio portugués hasta el austrohúngaro, una de las últimas obras de José Saramago en vida. Que las póstumas ya tendrán tiempo de ir llegando.

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