miércoles, 11 de mayo de 2016

Historia de nuestro estante


Va a hacer seis meses ya desde que comenzamos a desvelar los secretos (que tampoco lo son tanto) de nuestra humilde biblioteca. Que de cierta manera es casi como desvelar los secretos de nuestra alcoba, más por ubicación geográfica que por otro motivo más mórbido o interesante, la verdad sea dicha. Y por eso hoy quería hablar un poco de esa biblioteca, que no es la de Alejandría en cantidad o riqueza de volúmenes, pero de la que estamos bien orgullosos Naide y yo. Y eso que la comenzamos hace no mucho tiempo, casi desde cero.

Cuando llegué a Brasil hace apenas seis años, me vine con un pequeño muestrario de los libros que fui acumulando a lo largo del tiempo, tanto en Palencia, donde reposa el grueso del ejército, como en Melilla, que a pesar del relativamente poco tiempo pasado allí, ya fue suficiente para acumular unos cuantos kilos de papel y toneladas de sabiduría encuadernados. Vivíamos en un apertamento (nótese el juego de palabras entre apertado -apretado en portugués- y apartamento) donde juntamos aquellos a algunos de los libros que Naide salvó de su pasado más desapegado. Porque a pesar de todo lo que nos podamos parecer en muchas cosas, en otras o mantenemos cada uno su posición o acabamos contagiándonos el uno al otro.

Hasta comenzar nuestra vida juntos, alguna vez había pensado -con horror, lo reconozco- en la posibilidad de desacerme algún día de los libros que con tanto cariño he ido acumulando en la vida. O peor aún: perderlos de forma masiva en alguna hecatombe incendiaria, tectónica o lo que fuese. A Naide, en cambio, no se le caían los anillos por pasar a otras manos su colección de obras de Saramago, sus clásicos de la literatura brasileña, sus poetas, sus ensayistas... con la óptima intención de financiar su siguiente expedición por el mundo. Obviamente, no hay mejor mochilero que el que viaja con poco lastre. Y si ese lastre sirve para pagar futuros viajes, mejor que mejor.

Así que a nadie le extrañe que en nuestros estantes predominen los escritos en la lengua de Cervantes junto a la de Pessoa, por encima de la de Hemingway o la de Dumas. Aunque eso tampoco prueba nada, porque muchos de los libros en español son de ella, así como outros muchos en portugués son míos.

Los exlibris de Naide y mío, y la 'bula de consolación' para cuando
algún libro se extravíe sin querer. 
El caso es que fuimos asentándonos y creando família, lo que implica ir ocupando más espacio y al mismo tiempo ir cediéndolo. Y la biblioteca se quedó en ese compactado de libros que poco a poco va desbordándose y combando las baldas que los sustentan, como una metáfora de la vida a dos. Cada ejemplar tiene estampado el exlibris de su dueño. Alguno los dos, como muestra de que al final acabamos marcando territorio, propiedad (adiós, al menos por ahora, a aquella costumbre de tener y pasar, tener y pasar), acumulando cada uno lo suyo que, al mismo tiempo, es de los dos. Cada uno de esos libros cuenta dos historias, como decía el otro día (aquí): la historia que la imprenta escribió en sus páginas y la que el tiempo, las personas y las circunstancias imprimieron entre sus tapas, con sus glosas, sus firmas, sus dedicatorias, sus subrayados, sus desgastes, rasgados y doblados... Y esas dos historias, de alguna manera, hacen parte de la nuestra.

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