Según cómo se mire, la escena más cotidiana puede tener su lado interesante. (Foto: Christophe Jacrot) |
Recuerdo la primera vez que lo oí. O que lo vi, tal vez. Bueno, realmente no lo recuerdo, pero sí recuerdo cómo pudo ser -cómo fue- y más o menos cuándo fue. Digamos que hacia 2008, que andaba yo en plena revolución vital y laboral, un día, con el telediario de La 2 de ruido de fondo, de repente giraría la cabeza al escuchar la voz de una noticia, más que locutada, relatada, contada. Más que noticia, historia. Nada extraño en ese espacio informativo que acostumbraba a dar otro enfoque a los asuntos del día. Por eso estoy pensando que si tanto me llamó la atención, tal vez no hubiese sido en el telediario del segundo canal de TVE, si no en el primero, el titular, en el equipo serio de la tele pública, donde el material suele ser más encorsetado, siguiendo los cánones y padrones del periodismo ortodoxo.
Sería a lo mejor alguna pieza sobre los participantes de un festival de cine, o la relectura de algún libro cuya presentación al público podía acabar siendo más interesante que el propio libro. O la entrevista a algún personaje del que nunca habíamos oído hablar y del que nunca nos volveríamos a preocupar mucho más, aunque en ese mismo momento, teledirigidos por las preguntas, acabamos queriendo saber más sobre las respuestas que pudiese dar. Sólo sé que me llamó la atención, como lo ha seguido haciendo desde entonces aunque muchas veces el asunto tratado en la noticia no sea exactamente de mi interés.
Y me llamó la atención no sin un toque de sana y un poco rabiosa envidia. Como la de aquel cura de pueblo en Cuaresma, que mienrtas preparaba sus sermones sobre ayuno y abstinencia, recogimiento, castidad y oración periódica, amonestaba a las parejas que paseaban sin dejar que corriese mucho el aire, llamaba la atención de las madres que dejaban a sus chiguitos jugar ruidosamente en plaza a la hora del Ángelus, o a los paisanos que no perdonaban el vasito de aguardiente al amanecer o la rodaja de chorizo en el bocadillo, fuese viernes o no. Y en el fondo en el fondo, lo que quería el señor padre era irse a platicar al Teleclub con sus otros parroquianos, pasar la tarde con anís y pastas en la tertulia de doña Julita o rememorar sus tiempos mozos, cuando no le hacía falta la sotana para ser el portero con los mejores reflejos del seminario.
Yo también quería saber combinar la prosa con el texto informativo como ese tipo de voz acogedora y cálida, casi anaranjada si la clasificamos por irisaciones como Alfredo, el amigo de Caty en una de esas historias que el periodista nos vino a contar cuando decidió aventurarse por el lado literario. Como reportero, no perdía la oportunidad de marcarse un presencial (cuando el periodista aparece, que no es siempre, en la pieza informativa) y lanzar aquella mirada medio bizqueante al telespectador, una mirada enarcada por una sola ceja, que quiere ser seductora y tranquilizadora al mismo tiempo. Parecía que intentaba ligar con su público. Y el caso es que al final conseguía su objetivo que siempre será hacernos mirar a la tele. Levantar la cara del plato o del móvil, parar la conversación, volver del pasillo... Y prestar atención a la tele, aunque fuese para criticar el color de su camisa sin corbata (o alabarla), su peinado milimétricamente descuidado o lo que se gasta la tele pública en contarnos cosas que no le interesan a nadie...
O lo que sea.
También los fotógrafos como Álvaro Marín llevan una vida de lo más normal cuando aparcan la cámara de fotos. |
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