miércoles, 13 de enero de 2016

Historia apócrifa y un poco canalla de la evolución de la lectura

Una de las primeras crónicas cinegéticas de las que se tiene constancia.
Ni las que narraban en el NODO eran tan explícitas. 
Fuentes desacreditadas señalan que todo debió comenzar, más o menos, como la lectura de los letreros de ascensor o de las etiquetas de champú. Mientras nuestros antepasados intentaban masticar torreznos crudos de mamut, mataban el tiempo descifrando la forma de las nubes o contando las estrias musculares del almuerzo, lo que pudo haber derivado en tiempos de los romanos, y en base a la ciencia ficción de la época, en la lectura de vísceras de bichos como modo de conocer el futuro. La prensa rosa de su tiempo, vamos. Mientras tanto, los que no veían muy clara la lectura carnal se pasaron a las paredes y así fue como la intelectualidad del momento nos dejó bibliotecas como la de Altamira y los autores más vanguardistas y rompedores, incunables como los petroglifos de la Maragatería.

Por la época en que Champollión descubrió la Piedra Rosetta se deduce
que los primeros enciclopedistas ya sabian que su obra acabaría de peso
para colar libros y prensar papeles arrugados.
El caso es que aquellos dibujitos, que de simples no tenían nada, fueron evolucionando hacia conjuntos de símbolos que por si solos puede que no dijeran nada, pero que bien combinados ofrecían cada vez más y más posibilidades. Lo que sí se iba haciendo más fácil era el acceso a esas fuentes de conocimiento con la creación de soportes portátiles. Después de constatar la dificultad de llegar escalando montañas, perdiéndose en praderas o internándose en oscuras cuevas, y viendo que tampoco era muy práctico eso de cargar encima una piedra de 30 toneladas para poder leer las aventuras de la familia Gruaurg durante las vacaciones, inventaron otras formas más llevaderas, como las planchas de arcilla, la piel animal (propia como el tatuaje o ajena como el pergamino) o la corteza de árbol. La superposición de capas de éstas últimas acabó dando el primer libro, que para quedar más protegido fue cubierto con pellejo pero, ahora sí, de otros bichos. 

(Ya acabo, ya). Como siempre, había a quien le interesaba más o menos. Así que para hacer más accesible a todos este pasatiempo que también era arte, un precursor de Henry Ford inventó en alemania la edición en línea de montaje, lo que hizo que menos personas perdieran las horas viendo caracoles escalando la tapia de la huerta, y sí más descubriendo las aventuras del bueno de Alonso Quijano y su amigo Sancho. 


¿Y todo ésto dónde nos lleva? Al PDF. O menos simplificado, al libro digital

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Torreznos de mamut...hmmm

fatima dijo...

Surrealista total, muy en estilo Juanpa

elestantecombado dijo...

Marca de la casa. Espero que por lo menos haya sabido trasmitir la idea que quería.