Primero nos tuvimos que convertir en robots orgánicos compitiendo en eficiencia con los ingenios mecánicos que nos van substituyendo en las labores manuales. Ahora ponemos en el lugar de nuestros falibles políticos a ingenios informáticos, presuntamente sin las debilidades corruptibles de sus programadores.
Cuando entré por necesidad en la dura vida fabril, contaba ya una edad que, pienso yo dada mi nula preparación previa, era ya una edad excesiva, casi añosa: 36. A mi alrededor se movían con mayor gracia y coordinación chavales que difícilmente habían vivido aún un cuarto de siglo ni recordaban, acaso, lo que es cambiar de milenio en el calendario. Eran gente sin mucho desgaste físico aún e incluso tonificados tanto por su lozanía como por esa moda vigoréxica moderna. Por eso, yo creo, en mí se operaban dos dificultades añadidas para poder encajar en el calculado movimiento del engranaje: una coordinación motora más bien defectuosa y una reflexividad excesiva. Hasta entonces no me jactaba pero tampoco hacía feos de una vida en la que mi mayor actividad física correspondía a caminar de un lado a otro y ejercitar los músculos de brazos y piernas como meros accesorios para la labor intelectual a la que llevaba entregado desde que comencé la carrera de Periodismo: garabatear y teclear, fotografiar y grabar y, claro, portar el material necesario para tales actividades.
En cuanto a la reflexividad, que nadie me tome por un pensador abstraído. Más bien soy un titulador compulsivo. Deformación profesional, supongo. Ya he contado alguna vez que tengo la manía de querer redactar mentalmente la crónica, con titulo y subtítulo, de cuanto veo de llamativo a mi alrededor. ¿Cómo redactaría el reportaje o la descripción literaria de esa escena que se desarrolla a mis ojos?
Precisamente pensando en todo esto era incapaz de seguir muchas veces el ritmo establecido en la coreografía ideada en alguna mesa de trabajo, por la que un grupo de 20 o 30 hombres son capaces cada uno de ejecutar mecánicamente una serie de movimientos muy específicos y cada uno distinto del de al lado, en un tiempo muy concreto y ajustado: 56 segundos. Ni un minuto: una fracción ínfima para cualquier persona ociosa pero que en la línea de montaje suponía el acabado de todo un vehículo de la más precisa tecnología.
No pienses.
56 segundos era el tiempo que teníamos, cada operario, para ajustar tornillos, colocar piezas, encajar conectores, retirar protecciones, empalmar manojos de cables, subir y bajar bloques… Cada uno lo suyo y nunca idénticamente repetido entre un período y el siguiente, ya que ahora podía llegar un diésel, a continuación un gasolina, después el modelo A del primero, el modelo B del segundo… Y en cada variante, una coreografía levemente distinta, matizada, mecánica: mientras terminas la operación en este motor ya estás mirando por el rabillo del ojo el siguiente para saber si primero tienes que echar mano a las cartucheras del cinto para coger dos tornillos del lado derecho (ni uno ni tres, ni menos de los del lado izquierdo, porque corregir el movimiento ya te hará perder valiosas milésimas) o alargar el brazo hacia la herramienta neumática colgada a tu izquierda para apretar los dos pernos ajustados por tu compañero dos puestos más arriba. El movimiento tiene que ser instintivo, no pensado, porque pensar lleva tiempo y el tiempo está milimétricamente calculado.
Y yo pensaba. Pensaba precisamente en todo esto, admirando al ingeniero que había establecido que en la línea de caja-motor de la fábrica automotiva, el operario 21 tiene que ejecutar en el mismo tiempo que el 20, el 19, el 18, el 17… una serie de movimientos que permitan que, al cabo de 22 posiciones, 20 minutos y 53 segundos aproximadamente, el motor y su caja de cambios hayan entrado y salido de esa línea perfectamente listos para ser encajados, en la siguiente línea sobre el chasis donde otra veintena de trabajadores (o los que sean) cumplirán su función, cada uno dentro de sus 56 segundos) para que al cabo del turno, casi medio millar de vehículos estén listos para ser transportados rumbo a sus flamantes propietarios.
Y pensaba en el dolor de mis manos y brazos, tan cansados como reforzados por esta actividad física ajena a cualquier actividad neuronal accesoria que me obligase a invertir ni medio segundo de más en mi operación, quitándomelo de la siguiente, lo que me haría tener que subir un punto mi velocidad de trabajo con el riesgo implícito de romper definitivamente el ritmo, la concentración y la precisión, dando como resultado el fallo que al final de la línea tendría que corregir otro compañero destinado, precisamente, a esta función revisora, cansado a su vez de que le llegasen operaciones incorrectas del puesto 21.
Como digo, esta actividad neuronal-intelectual tiene que estar completamente suprimida de la rutina del operario que, como yo, llega con el físico justito a una actividad fabril pensada para actuar sin enfrascarse en pensamientos mucho más profundos que el cálculo de minutos/motores, que quedan par el próximo descanso: ir a echar una meada rápida, beber agua, comer el bocadillo, fumarse un cigarro y de vuelta al puesto antes de que suene la chicharra y se pongan en marcha de nuevo las cintas que, a lo largo de miles de hectáreas, trabajan perfectamente sincronizadas para que tu coche esté listo, junto a otros cuatrocientos cincuenta y pico, al final de estas ocho horas de trabajo con sus millones de piezas, tornillos, arandelas, chips, chapas y cristales perfectamente ajustadas.
¿Y si lo escribo?
Y yo pensaba en la originalidad de escribir todo esto, cuando tuviese un rato, registrando con el mismo pesar y admiración lo que supone una jornada de ocho horas en la línea de trabajo de una fábrica con no sé cuántos récords de productividad y eficiencia, ejemplo de gestión precisa tanto dentro como fuera del mastodóntico grupo industrial al que pertenece. Miles de operarios uniformizados, coordinados al ritmo de un implacable segundero, ejecutando una compleja coreografía, tan inabarcable para el mejor coreógrafo del Bolshoi como lo son los confines del universo para el más concienzudo astrofísico de la NASA. Porque ver a 100 bailarines moviéndose como un único organismo, como una bandada de vencejos al final del verano, es bonito, sorprendente. Pero pensar en 1.500 curritos sincronizados finalizando cada uno su operación al mismo tiempo que el de al lado, a lo largo de kilómetros y kilómetros de líneas móviles a las que van incorporándose componentes del principio al fin para que en el último metro sean vomitados completamente operativos y funcionales un coche detrás de otro, cientos de ellos… tiene bastante poesía.
Flores artificiales y naturales.
Y lo pienso y admiro aún más al equipo de ingenieros que nos ha programado como a máquinas para que cada uno de los 1.500 humanos aquí presentes hagamos lo que tenemos que hacer sin salirnos ni un milímetro de nuestra operación, equiparándonos a esos robots y brazos mecánicos que también forman parte de la plantilla de la fábrica. Es como la comparación entre una flor de plástico y una natural: Antiguamente cuando la primera era muy realista, se la equiparaba admirativamente a la segunda. Hoy, en cambio, si la segunda es muy vistosa se la quiere elogiar diciendo que parece artificial. Pues algo parecido pasa con el operario, que cuanto más mecánico sea, más opciones tiene de progresar en su puesto. Y pensando esto me vienen a la cabeza las palabras de aquel personaje de Wenceslao Fernández Flórez, apático privilegiado burgués de provincias, para quien los obreros son gente inferior desde el mismo momento en que todo un grupo de ellos puede ser substituido con ventaja por una sola máquina. “Y cuando un hombre puede ser sustituido por una máquina, no debe estar muy orgulloso de sí”. Lo decía en plena antesala de la Guerra Civil, defendiendo su superioridad frente a quienes ensalzaban a la clase obrera, lanzándoles la duda de “por qué los tejidos del callo han de pretender imponerse a la masa gris, y por qué el dolor de los músculos pretende una categoría superior a la neurastenia”.
¿Una ministra virtual?
Ojo, porque
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| Esto ya lo preví yo también en mayo de 2023. |
Pensaba en cosas de estas mientras de nuevo mi incapacidad para la concentración en la tarea programada en estos 56 segundos me demostraba por qué los distintos gobiernos, sean de izquierdas o de derechas, van lijando de la formación académica básica cualquier atisbo de Humanidades, priorizando la formación técnica para que seamos ingenieros más efectivos, operarios más eficientes y, en general, una sociedad más mecanizada. Algún día a lo mejor terminaré de dar forma en un texto uniformado a todas las anotaciones mentales que hice mientras luchaba por no caerme (terminología fabril que quiere decir perder el ritmo, precisando de más tiempo del debido para ejecutar la operación programada) entre motor y motor de los 456 que pasaban por mi puesto cada jornada de trabajo.
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