miércoles, 20 de abril de 2016

Sobre religión, drogas, miseria y alegría

¿Y por qué ser el opio del pueblo debe ser una crítica y no un elogio? Que yo sepa, nadie pone pegas cuando nos atiborramos a analgésicos para aliviar los efectos de un simple catarro o nos tomamos antihistamínicos que posiblemente no nos van a quitar las ganas de vomitar cuando estemos con náuseas. Usamos una droga para evitar un efecto negativo sobre nuestra persona (orgánicamente), igual que la religión nos alivia las dolencias del espíritu. Igual que el paracetamol no cura la gripe, aunque ayude a pasarla mejor, la Fe no te va a sacar de pobre ni te va a devolver la salud (excepto en esos casos que hoy en día se usan para elevar a las buenas personas a los altares).


Los chavales de las calles de Calcuta, siendo felices en la
mayor miseria. (Foto: Hernán Zin)
Confieso que en estas últimas semanas me he estado metiendo sobredosis controladas de metadona literaria y reconozco que si no me siento totalmente mejor es porque sé que el efecto es pasajero. Que el verdadero remedio está fuera de los libros. O que ni siquiera hay un remedio definitivo y sí atenuantes hasta el fin de los días. Estas semanas me he sumergido en las cloacas de Calcuta, he conocido un poco del fondo del alma humana devorando las páginas donde Dominique Lapierre nos abrió las puertas de La Ciudad de la Alegría antes de que Roland Joffé y Patrick Swayze nos la untasen como una fina pero efectiva capa de mantequilla por encima de una taquillera cinta holliwoodiense.

Como si cinco minutos en el informativo de máxima audiencia del día no fuesen suficiente. Como si la portada de las principal revista semanal no tuviese todo el alcance deseado, Lapierre llevó su trabajo periodístico un poco más allá, creando un libro cuya presencia ante el gran público acabaría cimentada en el taquillazo. Escrito como un reportaje, pero narrando historias. Mezclando la narración testimonial con las vivencias en primera persona de los protagonistas, el reportero francés (uno de los grandes mitos de nuestra profesión) no se conforma con que veamos "cómo lo pasan los pobres indios". Sus páginas son una reflexión sobre religión o religiones, sobre necesidad o superviviencia, sobre conformismo o alegría, sobre la miseria humana o los humanos miserables. Una reflexión, ésta última, que parece no querer dejarme desde que acabé la obra maestra de Víctor Hugo: 


"Hay un punto en el que los desafortunados
y los infames se mezclan y se confunden
en una sola palabra, una palabra fatal, los miserables. 

Pues sí. Digamos que después de leer estos dos libros me hice dos tablas de medición de miseria. La primera fue cuando leía al autor francés, la tabla occidental que iría de menos cinco a cinco, donde el valor negativo serían los miserables de mal corazón y el positivo los pobres materiales. Cuando estaba a mitad de camino de la 'experiencia india', llegué a la conclusión de que debería ampliar los límites de la tabla anterior en, por lo menos, el doble o el triple del valor por cada lado ya que, mientras los miserables asquerosos que Lapierre nos presenta harían pasar vergüenza al mismísimo diablo con su falta de escrúpulos y maldad (Thenardier aún tiene mucho que aprender), los miserables ‘por la gracia de Dios’ y exigencias del guión son un ejemplo de que aquello de a mal tiempo buena cara no es sólo una frase hecha. Porque cuando crees que no hay miseria en el mundo que pueda superar la que pasan los habitantes de la Ciudad de la Alegría, que no hay condiciones más duras, efluvios más pútridos, hambre más aguda, dolencias más devastadoras… Siempre puede llegar un monzón tormentoso que inunde todo y se lleve todo por delante, pero que providencie piscinas suficientes para que toda la chiquillería del slum, de la favela, tenga donde chapotear y disfrutar un rato sin miedo a infecciones futuras. No hay desgracia que impida a uno echar un cable a otro que esté más hundido aún, ni gazuza tan aguda que no deje compartir un cuenco de arroz con el que no tiene ya ni cuenco. Vamos que en versión de Calderón de la Barca, en la Ciudad de la Alegría el sabio de delante iría descartando intencionadamente algunos de los mejores altramuces que encontrase para que los aprovechara el que viniera detrás.

Y todo eso, siempre con el trasfondo religioso presente. Con un Dios al que pedir ayuda en las malas y agradecer en las buenas. Es más, en el slum de Anand Nagar coexiste todo el panteón contemporáneo como una farmacopea providencial en la que ahogar las penas. La sucesión Navidad-Carnaval-Semana Santa-Feria de Abril (o la San Juan-San Pedro y San Pablo-San Fermín-Santiago-San Roque-Santolín-¡La Virgen!) se queda corta en la favela frente al ya de por sí abigarrado calendario festivo indio, incrementado en el barrio con las fechas más marcadas del calendario musulmán o del cristiano. No hay miseria tan triste que impida sacar las mejores galas (que haberlas haylas) de vez en cuando para participar en las fiestas de unos o de otros.

¿El efecto sedante de la fe? ¿Una interesada evasión de la realidad? Digamos que para la ‘avanzada’ y cada vez más escéptica visión occidental explicaciones ’razonables’ no van a faltar. Hasta aquella otra que dice que sólo nos acordamos de vacunarnos cuando empezamos a estornudar.

(Un inciso)

Y hablando de Dios (Alá, Brahma, Buda o Yahvé) y de la miseria humana, quería comentar un vídeo que circuló por Internet hace algunas semanas, en el que, al ser cuestionado sobre qué le diría Stephen Fry al Creador en el hipotético caso de llegar a su presencia, el actor, entrevistador, ferviente ateo aunque voz del amigo omnipresente de Pocoyó, activista y homosexual inglés -el orden en esta relación de identidad no significa mayor o menor importancia de los elementos- respondía a la gallega, con una pregunta. "De qué vas?" le diría, descalificándolo a continuación por malvado, estúpido, caprichoso, monstruoso... y así hasta el paroxismo de los más críticos así como de los que asienten sin analizar. Y le llamaba todo eso por permitir que niños pequeños sufran cáncer de huesos, por crear un mundo que dicen ser perfecto, pero que está lleno de sufrimientos, dolor y miseria. Y le decía todo eso por permitirlo y aún más: por obligarnos a agradecérselo. 




Admiro mucho a Stephen Fry, como actor, como periodista y como activista. Como narrador, ya lo he dicho, es uno de los selectos amigos de uno de los personajes más queridos por mis hijas. Sin embargo, me quedé unos minutos pensando por qué en este caso concreto no comparto su opinión (no soy tan rápido de respuesta como él) y por qué me pareció un poco bastante sesgada. Es cierto que, si Dios existe, a él le debemos todas desgracias absurdas de las que habla Fry. Sin embargo el actor obvia referirse a esas otras cosas maravillosas que también se le atribuyen al ser supremo, como la luz, la vida en sí, la naturaleza y, lo mejor de todo, la supremacía que ha dado al hombre sobre ella. Si Dios existe, a él debemos una inteligencia capaz de crear la ciencia con la que, poco a poco, estamos combatiendo aquellas cosas malvadas que Él pergeñó, para que podamos hacer del mundo un lugar mejor. La misma ciencia, dicho sea de paso, que nos candidata firmemente como exterminadores de todo lo anterior. Y de eso no dice nada el entrevistado. Podría haber completado su respuesta cuestionando cómo va a creer en un dios que hizo a su imagen y semejanza a un tipo capaz de erradicar su propia existencia por el puro egoísmo de aprovechar el momento, de ser el puto amo de su tiempo, sin pensar en las repercusiones futuras. 


Pero volviendo al tema literario-psicotrópico, creo firmemente que la Ciudad de la Alegría es un muestrario con mil y una variantes de ese opio y sus efectos beneficiosos para el espíritu. Porque al contrario que Marx, me quedo menos con los efectos entorpecientes que con los estimulantes. Y es que, haciendo caso al dicho de que la Fe mueve montañas, vemos cómo otro que iba puesto hasta las orejas -no de fe exactamente- pasó de ciclista de pelotón a hepta campeón. Así que sí, que vivan los beneficios de las drogas. Pero matizando: no para engañar o hacer trampas. Viva el estímulo para caminar con la cabeza levantada aunque estén cayendo chuzos de punta. 

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