jueves, 23 de junio de 2016

Una escaramuza a golpe de viñeta en los rincones más desconocidos de nuestra historia

Cuando leí que se estaba creando un cómic hablando de glorias nacionales, pensé en un nuevo Capitán Trueno o un Jabato. No en vano, quitando la versión en viñetas del Capitán Alatriste, creo que no debe haber en España algo parecido desde aquellos, fuera algunas iniciativas privadas sin continuidad, como ésta a la que nos vamos a referir. Más adelante fui recibiendo más informaciones esporádicas: que si Tercios, que si crowdfunding, que si Imperio de Ultramar... Estaba en pleno auge la merecida inhumación de la memoria de Blas de Lezo, y parece que a remolque vinieron -aleluya- otras iniciativas similares. Así que me puse a indagar y me gustó lo que descubrí:

El personaje es palentino. Para más inri de Carrión de los Condes (ciudad con la que me identifico desde hace más de 15 años). Y se llama Juan Pablo. Además, parece que existió de verdad y los hechos narrados en el cómic son reales. ¡Para qué más!



 No es nada nuevo reconocer que en este país parece que nos gusta más hacer sangre de nuestros errores que alabar nuestros aciertos. Y por eso aludir a la gloria de aquellos tiempos en los que en España no se ponía el sol sigue pareciendo, a ojos de algunos recalcitrantes, reminiscencias dogmáticas escolares de épocas más recientes. Pero que no, hombre, que España tuvo su gloria. Y mucha, ¡que lo suyo les costó!

Y aquí es donde Ángel Miranda (guión) y Juan Aguilera (dibujo) se cruzan para recrear en viñetas una escaramuza con aspiraciones a orillas del río Cagayán. No me tomen a desprestigio degradarla de batalla a refriega, pero es que al final de las 72 páginas del álbum se me quedó un poco de sabor a quiero más. Que el hecho en sí, a ojos de los protagonistas, puede ser que no pasara de un cruce de espadas más de los que escribieron con sangre la historia de una de las épocas más violentas de la humanidad. Hoy lo vemos con un poco más de épica: cuando los zarrapastrosos soldados españoles mojaron la oreja de los mitificados samuráis japoneses. Acero toledano contra katanas pre-Hattori Hanzo tarantiniano. ¡Casi ná!


Un diez para la documentación, para la búsqueda de fuentes y el hilvanado de los hechos que facilitaron la creación de una historia verosímil sobre un capítulo medio totalmente desconocido. La información que se sirve en paralelo al cómic sobre cómo éste fue concebido, ideado y parido da una idea de lo difícil que es poner tinta sobre papel para crear algo así. Una pena que no consiguieran meter algo más en el tebeo. No sé, la típica paja de un guión hollywoodiense para estirar la trama, profundizar en los antecedentes de mi tocayo y protagonista, permitirse ficcionar un poco con los hechos paralelos, estirar la batalla con algún desenfoque hacia otros personajes…



En fin, la escaramuza del río Cagayán tal vez no tuvo mucha repercusión política en la época, si bien pudo ser fundamental para asegurar la españolidad de las Filipinas hasta la otra escaramuza que acabó con el desastre del 98. En su tiempo tal vez no pasara de algunas hojas en algún informe burocrático convenientemente archivado. Hoy gracias a este libro se vuelve a hacer justicia a los soldados casi anónimos que hicieron posible esa grandeza nacional de la que tanto nos han hecho ‘avergonzarnos’. Ojalá sea el primero de alguna serie en la que sigamos conociendo estos extractos pormenorizados de la historia de España.

¡Sus y a ellos! 

miércoles, 8 de junio de 2016

En la consulta del oculista

A falta de poder leer, me entretengo tirando fotos en el consultorio.
Mal había abierto el libro, las letras comenzaron a danzar delante de mí. Iban y venían. Primero despacio, después más deprisa, hasta que apenas dos frases después mis ojos fueron incapaces de seguir enfocándolas fuera cual fuera la distancia a la que me pusiera de ellas. El drama se consumaba a pesar de mi bienintencionada voluntad de llevar lectura a la consulta del doctor Raposo. Se reveló un porte infructuoso desde el momento en que fui prácticamente el primer atendido. Efectivamente, estoy comenzando a hacerme viejo, lo que constato con algunas de las señales evidentes de ese deterioro físico. Después de más de 12 años desde que comprara mis primeras y por ahora aún únicas gafas, todavía me consideraba un no usuario. Y posiblemente me lo siga considerando aunque la revisión obligatoria para la renovación del carnet de conducir me inste a pensar más seriamente en la necesidad de ayuda artificial. Si bien que es principalmente en un ojo donde reside el mayor problema. Podría usar un monóculo, me recomiendan por ahí, con lo que sería la envidia y rechinar de dientes de los hipster más recalcitrantes. Pero no.

De todas formas, de la visita al oculista me llevo el diagnóstico casi como accesorio, puesto que me he ido a topar con un humanista de tomo y lomo. Académico escritor y 'soneteador', a quien he escuchado hoy declamar versos de Lorca mientras estudiaba con su pupila mi pulila... verde, y cantar la mejor elegía que se pudiera dedicar nunca a un gallo. Ha sido tan emotiva que estamos todos soñando con que no se cumpla el vaticinio del rapsoda y que el gallo pueda llegar a viejo con salud y bien lejos de cuaquier cazuela. Amante de Cervantes, coleccionista impenitente de ediciones del Quijote, el oculista Raposo se declara aficionado al Coloqio de los Perros. Y aunque su dedicación y su afición combinarían más con un Quevedo, es fan confeso y convicto del poeta de nariz superlativa, frisón archinariz, caratulera, sabañón garrafal, morado y frito.

Me llevo de la consulta no el susto por mi empobrecido mirar (que tampoco es tan grave, no se vayan a alertar) si no un libro de poemas dedicado, una rica tertulia sobre libros y una alegría espiritual fruto de las conversaciones de esas que dices "eso es. Así da gusto comenzar un miércoles y cualquier día de la semana".


martes, 7 de junio de 2016

Librería Molist. Una menos

Así conocí Molist. (loslibrosdemolist.wordpress.com/)
Si nunca fui cliente de Molist es porque cuando pasaba por delante de su puerta por lo menos dos o tres veces por semana (lo que implicaba babear un poco su escaparate o, cuando quería flagelarme en días de lluvia, entrar hasta que escampase), mis parcas finanzas estaban repartida íntegramente entre la compra del mes, el alquiler, comprar tabaco (Celtas, no se crean) y pagarme alguna cerveza ocasional además, claro, de guardar para el tren de vuelta a Palencia. El resto iba de reserva para la matrícula del próximo año en la Escuela de Periodismo. Hoy en día aún no me explico cómo daban para tanto los 180 euros (30.000 pesetas, un pastizal) que ganaba como redactor en prácticas (vamos, becario de toda la vida) en La Voz de Galicia.

Precisamente en La Voz acabo de leer que Molist cierra sus puertas. Que se acabó lo que se daba. La crisis, los soportes digitales y, tal vez, la falta de ánimo para adaptarse a las nuevas circunstancias y el declive del negocio que se adivina en la mudanza que ya hubo de sede, de la vetusta casa entre la Plaza de Pontevedra y el Cantón, a la más moderna y desconfigurada galería de un edificio de oficinas frente a la playa de Riazor. Un sitio de vistas bonitas, sin duda, pero sin mucha gracia.

Si físicamente va a ser imposible, ojalá pueda seguir viendo su nombre a través de las redes sociales y, esta vez sí, hacerme con alguno de sus ejemplares por correo o como sea.