martes, 8 de junio de 2021

Una 'historia inhumana' que posiblemente no aparezca en el libro de Historias Inhumanas

Creo que corría el año 96 o 97. El Ayuntamiento de Palencia había montado una carpa de medianas dimensiones en el parque del Salón para amenizar un poco el frío de esos carnavales. ¡Y nada menos que Los Inhumanos iban a tocar ahí adentro! Me parecía poco espacio para tanta banda. Por eso me fui unas cuantas horas antes a acechar la taquilla -por llamarlo de alguna manera- y comprar mi entrada antes del concierto, no me fuera a quedar en la calle.

¡Qué raro! A media hora de empezar el concierto solo éramos cuatro -literalmente- en la fila. Los mismos que seguíamos ahí una hora después. Por fin a las once asomó alguien por la solapa de la carpa para preguntarnos si aún queríamos entrar. ¡Claro! Para eso íbamos a pagar la entrada!

Así que entramos. Había una barra de bar a la derecha y al fondo el escenario. Mínimo para lo que yo recordaba haber visto en la tele de las multitudinarias presentaciones de mi admirada banda valenciana. Pedí lo más barato que tuvieran para beber (un cachi de cerveza, supongo) y me puse junto al resto en primera fila. En ese momento levantaron los laterales y abrieron los pies de la carpa, y una marea humana irrumpió dentro -sospecho que más por guarecerse del frío que por verdadero interés musical- mientras ¡por fin! Los Inhumanos saltaban al escenario.

¡El delirio!

En premio a nuestra fidelidad, nos invitaron a los cuatro de la primera fila a subir al escenario. ¿Que no? Ahí me tiré todo el concierto (mis compañeros desistieron al tercer o cuarto tema) merced a un acuerdo alcanzado con el batería: yo le pasaba lumbre para lo que fuese que fumase entre canción y canción y él me dejaba darle un lingotazo de vez en cuando a la botella de wisky camuflada al lado del bombo.

Sería Alfonso Aguado el que, antes del primer y último bis, agradeció al público palentino por brindarle esa oportunidad tan importante en su carrera, ese divisor de aguas, ese concierto que en el mejor de los casos debería representar el resurgimiento de la banda, su relanzamiento, “porque después de aquella noche les quedaba claro que no se podía caer más bajo”.

Ese momento tan inolvidable valió cada una de las 400 pesetas -más 150 del cachi, creo- que me costó juntar para estar esa noche compartiendo escenario, mechero y wisky con la banda más gamberra de mi infancia (a distancia de La Orquesta Mondragón y Los Toreros Muertos).

Ese concierto en Palencia fue la antesala de este
triste doble cedé recopilatorio.

Recientemente he visto (ya no sé si camino a la papelera o como parte de mis bártulos aún almacenados en la casa matriarcal) el cartel que, una vez vacía la carpa, rescaté de la zona del bar para que la banda (lo que quedaba de ella) me lo firmase. Años lució orgullosamente en un rincón de mi cuarto ese recuerdo -el único- de aquel show que preludió el canto del cisne -literal- que fue ese doble cedé titulado Apaga y Vámonos. Algo así como un "te lo dije" en Palencia, en el que para más inri destrozaron el tema de Manué... En fin.

Y ahora sí, la referencia literaria

Historias inhumanas, de Alfonso Aguado (sí, el mismo líder de aquella tropa de locos). Y no, no lo he leído aún -puntualizo: ahora sí-.
¿Pero cómo no voy a querer leerlo si después de descubrir que existe me puse a rememorar todo este rollo que he soltado aquí encima? Porque bien podría aparecer en el libro como aparecen otras anécdotas que -ahora puedo decir que la mía es como una gota de agua en medio del océano- guardan bastante paralelismo con mi historia. Así que para nostálgicos de los ochenta todo esto resultará familiar. Sin haberlo leído ya lo recomiendo -y una vez leído, más-. Ahí queda 

Epílogo:

Vale, quien conozca las letras de Inhumanos sabrá que ni tienen la lírica de un Bécquer -la mala leche sí, seguro- ni la locuacidad de un Larra. No, no son unos románticos. Todo lo contrario. Lo suyo es la juerga por la juerga y este libro refleja precisamente eso mismo: un rato largo riendo, flipando en colores con las que se podían liar antes, durante y después de un concierto -incluso sin concierto de por medio-, sin autocensuras -algo muy de agradecer en estos tiempos de meapilismo institucionalizado- ni miramientos.

Hemos venido a hacer unas risas y a fé que el pater superioris Alfonso Aguado ha conseguido su objetivo.


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miércoles, 28 de abril de 2021

A David Beriaín

Él acababa de llegar una vez más de Sudán donde, junto a su amigo Boštjan Videmšek, estaba embarcado en la cruzada casi personal de que el mundo no fuese ajeno a una guerra civil en la que millones de personas llevaban décadas matándose sin que la Opinión Pública prestase mucha atención. Yo venía de pasar unas 'vacaciones' recluido en Ferrol tratando de aislarme para poder escribir a gusto mi proyecto de fin de carrera.

Una repentina infección le había hecho volver antes de tiempo de su expedición y andaba con los riñones hechos cisco. Pero sacó ganas y fuerzas para recibirme una vez más en su piso de jubileta -otras historias por contar- en Cambre unas horas antes de que se me acabasen las vacaciones. Me costó mucho estrés, sudor y varias conexiones improbables de tren y autobús entre Ferrol, La Coruña y un apeadero de mala muerte para no perder la oportunidad de vernos por última vez. De charlar de su trabajo, de su salud, de aquellos conciertos de Obús y Los Suaves, de la guerra... y a correr de vuelta al maldito apeadero para intentar no perder el tren que me dejaría en casa de mañana temprano, con el tiempo casi justo para darme una ducha, desayunar y volver al curro.
Ese día nos vimos por última vez. Hace ya 16 años.

Después el contacto se fue diluyendo. Él dejó La Coruña. Yo me fui a Melilla. A él el mundo se le quedaba pequeño y yo me enfrascaba en mis cosas (vida, trabajo, Naide, niñas) a uno y otro lado del Atlántico. Móviles que se pierden. Emails que cambian. Archivos digitales en formatos que ya no se leen... Bueno, me quedan algunas anotaciones en una libreta y todo un proyecto de fin de carrera donde un capítulo entero de la tercera parte, sobre La guerra moderna, está dedicado a un ejemplo de esos corresponsales de la nueva hornada: David Beriaín, 'El Loco de las Montañas'.

Que conste que el mote se lo puso otra de mis inspiradoras: Almudena Ariza, después de que David llegara una vez más al filo de la noticia atravesando territorio hostil, rodeado de guerrilleros de verdad, sin la cobertura y protección de los 'libertadores', al margen de empotrados y corresponsales 'permitidos'. Siempre buscando la Noticia lejos de donde se sirvieran informaciones oficiales en bandeja.

El pobre, hablando de todo aquello entre visita y visita al baño, contando cómo estaban las cosas en Sudán y la atención que consiguieron de toda la comunidad internacional hacia una carnicería que hasta entonces parecía que no estaba pasando. Disculpándoseme por no haber podido ir a buscarme o no haber podido, al menos, quedar en un sitio menos impracticable para un peatón impenitente como yo.

¡Quién nos ha visto y quién nos ve!

Más allá de los recuerdos, por algún lado andará una foto que nos hicimos en no sé qué bar de la zona vieja donde, por cierto, me presentó a no me acuerdo qué componente de Los Diplomáticos de Montealto (aquella noche fui amigo inseparable de un fulano cuyos discos aún suenan de vez en cuando en mi coche). Y aquella otra foto que me mandó desde Afganistán, mimetizado de muyahidín con uno de aquellos graciosos sombreros con forma de hamburguesa durante un reportaje en el mayor mercadillo de armamento ilegal de aquellas tierras.

El tío se jugaba el tipo por hacer lo que más le gustaba: informar. Y se lo curraba como nadie. Tenía inteligencia, intuición, suerte y arrestos. Una combinación de oro para conseguir exclusivas. Os recuerdo que él entrevistó al famoso mulá Omar antes de que se convirtiera en el número dos de los más buscados del mundo por detrás de Bin Laden. Por no hablar de su histórica entrada -y salida, detalle muy a tener en cuenta- en las bases de las FARC. Casi se deja la piel en esa otra guerra más cotidiana pero igualmente peligrosa de los percebeiros de la Costa de la Muerte...

En fin. Que un día me dio por pensar que posiblemente de mis amigos serías el primero en partir... y así ha sido. Aunque afortunadamente haya sido varios lustros después de que Carlos Fernández me leyese la necrología que le habían encargado preparar los editores de La Voz... por si las moscas. Y ya ves, por otro lado, con tu ejemplo precisamente desistí de seguir la carrera de corresponsal a la que tanto me empujaba desde pequeño el ejemplo de otro gigante como Pérez Reverte. Estando tan cerca me puse a tu lado y vi que con admiraros no valía. Había que valer y a mí me faltaba ese empujón natural de los echaos p'alante.

Así que alguien habrá para agradecerte, David, que nunca aceptases mi reiterada propuesta de ser tu porteador en la próxima empresa en la que te embarcaras cuando te escribía para felicitarte por tu último éxito. Pero que conste que sigo queriendo ser como tú cuando sea mayor. Aunque mis ardores guerreros no pasarán, al final, de una biblioteca monográfica bastante curiosona y un manuscrito de 12.064 palabras entre las que no se cuentan unos agradecimientos en los que apareces como inspirador del tema.

Que la tierra te sea leve, compañero. Amigo.

viernes, 2 de abril de 2021

La extinción profunda de la noticia en papel


Cuando pisé Brasil por primera vez, hace más de 11 años, fueron muchas cosas las que me llamaron la atención. Pero una de ellas tiene mucho que ver con el tema que voy a desarrollar ahora y que está de infeliz actualidad, tanto aquí como allá.
En los grandes edificios residenciales donde se apilan los habitantes de clase media y alta, la garita del portero es un elemento tan fundamental como el ascensor de servicio -dios nos libre de coger el mismo ascensor que la empleada doméstica o el entregador de comida a domicilio- o la necesidad de mantener corrientes de aire para ventilar las viviendas.  

En dicha garita, a la espalda del portero, existen cajetines cuadrados, uno por apartamento para clasificar el correo y demás envíos y encomiendas, y donde a primera hora de la mañana asomaban los periódicos del día. Y sí, era una imagen digna de verse para un periodista. Porque en Recife eran tres los periódicos diarios generalistas que se editaban (dejo aparte los deportivos, sensacionalistas y demás morralla) y más o menos todo el mundo era suscriptor de alguno de ellos. En nuestro caso de los tres. Y también, escribo en pasado porque todo eso ha cambiado. 

Lo de los periódicos asomando enrollados por el vano cuadrado de los cajetines, cual lanzacohetes Katiusha listo para disparar sobre las líneas alemanas, era digno de verse. Pero ocurrió como con los pueblos de nuestra España vaciada. Que un día dejó de asomar el vecino de aquella casa. Otro día se cerró para siempre la puerta del de más allá. Al siguiente aquellas persianas no volvieron a levantarse, Un día la fila del pan ya no era fila, en el bar no había con quien jugar la partida... y cuando nos quisimos dar cuenta en el pueblo ya no quedaba nadie. 

Una mañana que bajé a recoger un paquete de correos me di cuenta. Nosotros ya no recibíamos periódicos desde hacía meses. Manteníamos las tres suscripciones digitales y accedíamos a la versión on-line o en pdf según nos interesara, pero en papel nada. Y por eso de nuestro cajetín ya no despuntaba papel alguno (el paquete estaba en el suelo porque no cabía) y del de la mayoría de los demás vecinos tampoco. Hablamos de un edificio donde podría haber aproximadamente medio centenar o más de suscriptores entre un periódico u otro.

Bueno, pues a día de hoy, de los tres diarios uno acaba de cerrar definitivamente su edición impresa esta semana dejando en la calle a otro chorreón de empleados, entre personal de redacción y de imprenta. Otro de esos diarios está desde hace algunos años que si cierra o no cierra, reduciendo a la mínima expresión su presencia física y su equipo humano. Y sólo el tercero parece que aún tiene fuelle para seguir imprimiendo, aunque sea a costa de mal tener una plantilla que en muchos casos se ha construido con los despojos de las constantes reducciones de personal de los que otrora fueran grandes emporios de la comunicación con trayectorias más que centenarias. La edición en papel, como vaticinábamos hace tiempo, pasó a mejor vida. Y la edición digital corre riesgo de morir por la falta de rigor de los lectores e incluso de los editores, de lo que también hablamos en su día aquí

El papel víctima de un ataque digital

Y ahora volvemos a la actualidad para referirnos a uno al que hace tiempo, con harto dolor de mi corazón, le vengo preparando la necrológica. Lo paradógico es que haya sido un ataque digital el que, momentáneamente, ha impedido su edición física estos días. El Diario Palentino, y con él algunos periódicos del Grupo Promecal, veía esta Semana Santa cómo tenía que salvar los muebles a base de edición digital. El problema es que, una vez resuelto el problema, muchos se darán cuenta de que tampoco se le ha echado tanto de menos y con ello deje de salir a la calle definitivamente el decano de la prensa palentina en el que he tenido el orgullo de formarme hace 20 años. Una lástima que algunos no vieran que seguir usando las mismas fórmulas comerciales y editoriales de dos décadas atrás puede no ser la mejor forma de preservar un medio en un momento tan dinámico como el que vivimos.

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