domingo, 12 de noviembre de 2023

¡Juanito, vente p’a la tribu!

Al teniente John J. Dumbar del ejército de los Estados Unidos le pasó, en la ficción, más o menos lo mismo que al marinero español Gonzalo Guerrero 300 años antes en la realidad. O lo que al pobre Buck en la otra ficción literaria, la de Jack London donde, de su acomodada vida doméstica californiana acabaría pasando sus días en las asilvestradas tierras de Alaska… Bueno, este caso tampoco me va a servir tanto aunque haya sido de los primeros en venirme a la cabeza como posible ejemplo. ¡Vale! Pues entonces otro californiano, éste sí, voluntariamente asilvestrado en Alaska: Alexander Supertramp. Aunque lo de éste sea el clásico caso de friki adolescente aburrido de su acomodada existencia y no el de un ciudadano empujado por las circunstancias a abrazar una nueva-vieja vida, a dar dos pasos atrás en la evolución de la humanidad y encontrar la felicidad en la simplicidad ancestral.


Venga, centrémonos en Dumbar, Loo Ten Tant -o Nant, según la traducción algo mejorable de la edición de RBA del 93- y su paralelismo con el onubense que le hizo la puñeta a Hernán Cortés y a todo aquel carapeluda que se acercó a costas mejicanas con el estandarte de Castilla en la mano allá por el siglo XVI. El de nuestro ex paisano Guerrero no es un caso aislado, aunque sí fue el más sonado de su época cuando se supo de un náufrago español que había abrazado la vida salvaje de las tribus que inicialmente lo esclavizaron hasta asimilarlo como un indio más, e incluso hasta acabar convirtiéndolo en líder militar, dados sus evidentes y superiores conocimientos castrenses.


A ver por dónde empiezo… Vale. ¿Aún no sabes de quién te hablo? Y si te digo Bailando con Lobos, ahora sí, ¿no? Ya visualizas la cara de pardillo bigotudo de Kevin Costner en el papel de Dumbar mientras la banda sonora de John Barry se desliza por la llanura -que ni la ancha Castilla- a tu encuentro como una etérea manada de búfalos perseguida por un escuadrón de jinetes melenudos capitaneados por ese segundón de lujo que es Graham Greene. Para qué te voy a hablar de ese alegato de la vida simple reivindicando la libertad perdida de aquellos pueblos originarios sometidos, barridos, arrinconados y casi eliminados por el hombre blanco a mayor gloria de la industria cinematográfica de mediados del siglo pasado… Ah, no. Espera, que me voy.

Bueno, con todo el mundo ya ubicado y en posición, no voy a hablar de pelis de indios y vaqueros, porque nos sabemos el argumento. En los tiempos áureos de John Huston los primeros eran aquellos salvajes que, como tales, no entendían que su papel era dejarse dominar por los héroes que lideraban a los segundos, pioneros de implacable determinación y puntería infalible, que venían a colonizar esas tierras que Dios en su mismísima sabiduría -o en su caso a través de alguna inspirada orden presidencial emitida en Washington- les concedía a mayor gloria del progreso.


Mientras tanto en España, sin dejar de flagelarnos aún desde los tiempos de De las Casas, admirábamos a aquellos héroes de piernas arqueadas y frases fulminantes y lapidarias que deleitaban la imaginación de los que acudían en masa a las monumentales salas de cine de la época. Gente que todavía se queda enganchada en las sesiones vespertinas de algún canal secundario de la televisión por cable o del satélite cuando escucha ese inconfundible PIUN, PIUN, que suena entre vocerío de indios en carga y trotes de caballería rematados por alguna sentencia de heroicidad extrema.


Volviendo a Bailando con Lobos, en la obra original de Michael Black tanto como en la adaptación cinematográfica llevada a cabo por el mismo autor -que por cierto, le valió un Oscar-, Dumbar ni habla mucho, ni mucho menos sentencia cada vez que abre la boca, ni luce el uniforme azul con el sueño de llegar a figura del sueño americano. No es un tipo especialmente carismático, aunque sí fuera de la curva y malamente adaptado a la sociedad a la que pertenece. Se asemeja más a un traumatizado veterano de la Guerra Civil y tiene la obsesión de ser destinado a la frontera (ojo, que lo que había más allá de su destartalado fuerte no era Estados Unidos... aún, era la frontera) para ver indios de cerca. Sí, verlos, no exterminarlos. Qué norteamericano más atípico, podríamos pensar. Y cuando por fin los ve, aquí sí, por un tópico giro del guión -literario- su primer contacto real es con una guapa 'india no-india' en apuros -ah, el intrínseco heroísmo rostropálido- que le hace de puente y correa de transmisión con la nueva vida a la que, ya se intuye, va a adaptarse como un guante tras su fallida adaptación a la sociedad de la que viene.

Todo un alegato de la vuelta a los orígenes, a la tribu... ¡la vuelta al pueblo! que tan de moda se ha puesto ahora, especialmente tras los tiempos post-pandemia en esa repoblable España Vaciada -o vacía- de la que ya hablaremos otro día con el libro de Sergio del Molino en la mano, o de la reivindicación de nuestros ancestros para diferenciarnos de otras comunidades autónomas -igual y tristemente de moda política-.


En fin, que si echas de menos el pueblo después del verano, o te estás pensando abandonar la metrópoli y reencontrarte entre terrones, acequias, llanuras, paredes de adobe y columnas de humo con olor a gloria y carne asada, aprovecha estos días de lluvia y frío a través del cristal para conocer al redescubierto Bailando con Lobos, la aguerrida En Pie con el Puño en Alto, su protector Pájaro Guía, el jefe Diez Osos y demás miembros de la tribu comanche. 
¡Quñe mejor época que ésta -o cualquier otra- para recomendar buenas lecturas!

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miércoles, 1 de noviembre de 2023

Los Miserables, según Torrente Ballester



Miserables, sí, de todo tipo y condición en el Madrid de mediados del siglo pasado: Putas de lujo y de tugurio de barrio, corruptos, trepas, siervos, maricones y lesbianas de clase alta, hipócritas, presuntos pederastas, represaliados, falsificadores... Gente socialmente en fuera de juego futbolístico. Off-side, como dice el título. Y sí, sí, todos ellos juntos en una novela escrita en tiempos de Franco y sobre los tiempos de Franco en el Madrid que era crisol y muestra de todos los vicios y virtudes de su época. Por poner una pega, diría que en este retrato costumbrista pudo faltar algún paleto desubicado de los miles que se empeñaban en rellenar a diario los huecos demográficos que ya no le quedaban libres a la Villa y Corte. Pero la novela es de Torrente Ballester y, al igual que Víctor Hugo con su monstruosa y meticulosa radiografía de la Francia postnapoleónica, el autor hace con ella lo que le da la gana. Sin tapujos y sin dejarse censurar por nadie.

¡Hala! Ha dicho censura. 

Pues sí. Torrente Ballester, ferrolano como el que gobernaba sin discusión -cosas de por la gracia de dios- desde el palacio del Pardo, falangista desencantado con el inmediato aburguesamiento de los idealismos que conquistaron a los primeros discípulos de Primo de Rivera, se despachó a gusto contra aquella sociedad hipócrita que lo mismo que iba a misa por decreto, antes de haber perdido el regustillo de la hostia consagrada ya estaba despellejando al prójimo del banco vecino. La paz sea contigo. Y se despachó el escritor gallego sin cortarse un pelo en los detalles escabrosos. Fíjese usted que con ello además echaba por tierra la injustificadamente generalizada fama de timorata de la intelectualidad residente. Porque claro, todo el mundo sabe que los intelectuales españoles valientes de verdad vivían todos fuera de España cuando vivía Franco.
¿O no?

Pues no. Todos no. Ahí tienes, si no, a los Delibes, Cela, Azorín, Baroja, Ortega y Gasset, Benavente, Ochoa... Y Torrente Ballester. Aunque sí que es cierto que éste, cuando acabó Off-side residía por motivos laborales en Albany (EE.UU.). Pero vamos, que el libro se publicó en España y ningún piquete fue a buscarle de madrugada a su casa a pedirle explicaciones cuando el autor regresó aún en vida de su excelentísima, y se reintegró sin mayores pegas en el sistema docente nacional donde tenía plaza fija. Y eso que el libro bien que merecía alguna explicación más y algún estudio más pormenorizado.  

Porque por lo que parece Off-side pasó sin pena ni gloria en su momento. Como leía el otro día de alguien que comentaba lo mismo, al parecer no se pudo censurar porque la novela era excelente, pero como rascaba postillas incómodas, para los mandamases lo mejor era no menearla mucho y dejarla correr. Aunque luego en los años 80 parece que alguien de la editorial Orbis quiso hacerle justicia e incluir el título en la colección de grandes autores Españoles del siglo XX como prototípico representante del también autor de la más conocida y exitosa Los Gozos y las Sombras. Y así fue como cayó esta novela en mis manos hace algunos meses como verso suelto de alguna colección desmembrada en puestos de mercadillo. ¡Benditos sean!

Y ojo, que Torrente ya era reincidente en eso de poner al aire las vergüenzas de la sociedad contemporánea -e insisto, nadie a efectos oficiales le dijo "oiga, córtese un poco por la cuenta que le trae, que tiene usted un cargo..."-. Años antes de encarnar al wilderiano Basil Hallward para trazar el descarnado retrato del urbanita Madrid sesentero, o de emular a su paisana doña Emilia Pardo Bazán para sacar del anonimato al paisanaje rural gallego de la inmediata preguerra civil en lo que acabaría siendo una  televisiva trilogía literaria, don Gonzalo ya había probado a escribir para el formato celuloide con el guión de la película Surcos, en la que se emula el neorrealismo italiano con Madrid otra vez de escenario, esta vez desde el punto de vista de los hiperpoblados suburbios capitalinos y el drama del éxodo rural -ahora sí- hacia la presunta tierra prometida donde confluían todas las miserias de un país políticamente aislado, bélicamente arrasado y socialmente atrasado en general en los primeros años 50.

El Rastro, ese icónico rincón de Madrid donde puedes
encontrar todo tipo de tesoros. / Foto: César Lucas

¿Y que de qué va Off-side, a fin de cuentas? Pues de un presunto cuadro de Goya que aparece de repente en el Rastro de Madrid y de cómo en torno a él girarán por unos días las vidas de influyentes banqueros con aspiraciones diplomáticas y hasta académicas, afligidos derrotados con miedo a olvidadas represiones, encubiertos maestros de la pintura y desinteresados expertos en la materia, decadentes aristócratas, cortesanas enamoradizas, recalcitrantes comunistas, aspirantes a suicidas e incluso los premonitorios antecedentes sobre un futuro presidente negro de los Estados Unidos que habría de llegar en la siguiente generación.

Y de las miserias de una sociedad presentada casi en clave teatral: composición de lugar, personajes, acción y acotación, diálogos, apartes... Ni más ni menos que lo que todo el mundo sabe que pasa, que está ahí, pero que asimilamos como parte de nuestro entorno en un retrato paisajístico cotidiano y costumbrista por el que deambulamos como don Gonzalo la primera y última vez que lo vi en persona, por los pasillos del Prado allá por 1990 y pico, cuando yo empezaba a tener conciencia de las personalidades literarias y la adaptación cinematográfica de su Rey Pasmado seguía resonando ocasionalmente en alguna sesión televisiva tras su éxito en los cines.

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