sábado, 23 de julio de 2022

Un viaje por el Tren Burra más allá de las páginas del Secundario

Llevando el viaje del papel al campo
en Mazariegos.
Sin duda, uno de los mayores éxitos que se le pueden achacar a un libro es el hecho de que, una vez acabado, quieras darle continuidad más allá de sus páginas, en el mundo... 'real'. No quiere decir esto que cuando acabes El Señor de los Anillos busques la alianza de tu bisabuela y te embarques en lo primero que encuentres que te lleve a Canarias para echar el anillo por alguna grieta humeante. Bueno, a lo mejor un poco también sí. La cosa es que quieras extraer y preservar la experiencia que has disfrutado a través de la lectura, buscar sus paralelismos mas allá de los lomos del libro, o su continuidad en nuevas lecturas. Continuar el viaje, en fin.

Y es lo que ocurre cuando cierras Secundarios de Castilla: Historia, recuerdos y vestigios de los ferrocarriles de vía estrecha de Tierra de Campos, Torozos y Vega del Esla. ¿Que el título es un poco largo? Casi más que el propio tren con todos sus vagones. O más que la extensión de su trazado y de su historia si la calculamos en tiempo ordinario. Porque sin embargo su leyenda, su recuerdo, ése no se puede abarcar. Al menos no si se mantiene la memoria de los que en menos de un siglo vieron nacer y apagarse un proyecto -varios- que trajo un rayo de esperanza, de progreso y de industria a una tierra que hoy no es ni una sombra demográfica e industrial de lo que casi fue hace cosa de cien años.

Mi generación ya casi no sabe lo que es un tren de vía estrecha excepto por algunos que deben andar por ahí por el norte. Una cosa de lo más exótica, oiga. Vemos esas grandes construcciones de ladrillo rojo desmoronándose a un lado de la carretera y casi ni percibimos que su estampa se repite clónicamente varias veces a lo largo de los kilómetros, con más o menos suerte según el término municipal al que pertenezca lo que en su día fue la estación local de ferrocarril.
El último Tren Burra a su llegada a la estación
de Palencia. 
(Luis Muñoz/Apuntes Palentinos)
Nos suenan las historias del abuelo hablando de un tren apellidado burra -Tren Burra- e imaginamos estampas de posguerra
, con un montón de paletos con boina atestando viejos vagones y fumando picadura, y señoras de largas sayas y cestos cargados de productos para vender y cambiar en el mercado de la capital. Un tren a lo farwest atravesando las llanuras a paso de... pues eso, a paso de burra.

Y de cierta forma por ahí van los tiros. Literalmente todos. Los del tipo de boina enroscada, los de la señora y su cargamento e incluso lo del tren de farwest huyendo de una banda de cuatreros a caballo. Es la historia de una arteria que muchas veces creció más al calor de los intereses políticos que sociales o económicos de verdad. Ya existían los trenes grandes, los que hacían grandes trayectos y tiraban de grandes composiciones entre puntos muy distantes. Son los que hoy conocemos bajo la marca de Renfe. Los de la red principal. Los de la red secundaria, su propio nombre lo dice, no eran tan ambiciosos y precisamente eso pudo haber sido lo que los condenó en muchos casos. Como pasó con el llamado El Económico, un tren que haciendo justicia a su nombre, nunca demandó grandes inversiones de sus dueños, que a su vez siempre obtuvieron parcos beneficios y que por consiguiente acabaron dejando agonizar una línea que era motivo de chacota para los propios usuarios que se beneficiaron de su paso entre Valladolid y Medina de Rioseco.

Viajando más allá del libro

Mejor consideración tuvo el Tren de las Mieses que hasta contó con presencia real cuando efectuó su viaje inaugural entre Palencia y Villalón. El mismísimo Alfonso XIII tuvo a bien mezclarse entre el populacho a convite del empresario y político local Abilio Calderón (para entendernos: el cacique local hacía crecer su propio prestigio a costa de los beneficios obtenidos para la tierra a la que representaba y de la que extraía su riqueza -¿simbiosis, parasitismo, mutualismo?-, algo que en su día le valió ganar nombres de plazas y calles y por lo que ya ha sido convenientemente purgado según las actuales leyes llamadas de memoria histórica).Y sin embargo, con toda esta pompa y con todo lo que sirvió para exportar fuera de Tierra de Campos, el granero de España, el oro terracampino, incluso pese a su participación en dos spaguetti western y salvando honrosas excepciones, el Tren Burra más palentino es hoy apenas un conjunto de fantasmas de ladrillo rojo al borde de la carretera.

Con la chimenea de La Electrolisis al fondo.

Podría hablar aún de La Estrechina y del Charango, las otras dos líneas ferroviarias secundarias reflejadas en el libro de Ignacio Martín y de Wifredo Román, pero como decía al principio, te invito a que empieces aquí tu viaje, en el mismo punto donde quiero continuarlo yo. Porque si algo ha provocado este libro escrito a partes iguales como un relato histórico, un homenaje nostálgico de anécdotas y recuerdos y una guía turística de este cacho de mal llamada España vaciada, es querer recorrer de nuevo esos trazados rectilíneos y casi llanos por donde humearon, hasta 1968, las locomotoras del Tren Burra.

Hace más de 50 años que se apagaron sus chimeneas pero su historia sigue muy viva pese al abandono. Por eso las ganas que dan es de coger la bicicleta (y ojo que lo dice uno que es peatón impenitente), salir de la antigua estación de Los Jardinillos de Palencia convertida en sede de la Banda Municipal de Música, y enfilar la actual vía verde adecuada sobre el trazado ferroviario hasta Villarramiel, pasando por el mirador de Mazariegos, y descubriendo así dónde más se han recuperado las viejas infraestructuras y dónde no, de este cacho de nuestra historia que no podemos dejar morir.

¿Te apuntas al reto?

 


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miércoles, 13 de julio de 2022

Con un libro en el ascensor


Que la inspiración te pille trabajando. O por lo menos con un lápiz y un papel a mano. Y si te quedas preso en un ascensor, que sea con un libro a tiro. El móvil también es válido, pero como andes corto de batería es como tener tabaco en medio del campo y no tener mechero. 

 Pensando en ello, es curioso cómo hemos modificado nuestros conceptos. Antiguamente podías ver a personas por la calle leyendo el periódico o hasta un libro -¿y qué me dices del tipo al que pilló el helicóptero de la DGT enfrascado en vete tú a saber qué novela mientras hacía kilómetros un poco más allá del límite permitido en la vía?-, y a nadie le parecía mal. Bueno, el que conduce y lee sí. Pero el resto al contrario. Y hoy en día te cruzas por la calle con nueve de cada diez personas con la vista enfocada sobre la palma de la mano y lo primero que piensas es en defenestrar a las susodichas antes de enfrascarte, tarde o temprano, en la misma actividad. Igual dá que estés leyendo las noticias del día o algún libro digital, o viendo un vídeo de macacos bailando o de perritos y gatetes en situaciones cómicas. O repasando la actividad fútil del día de algún grupete de amigos en redes sociales. 

 

Llevo ya media hora aquí pensando. En realidad, el libro poca atención se está llevando, dado el nivel de pensamientos voladores que la situación provoca. Empezando por arrepentimiento por obviar las señales.

(Nota mental: si un ascensor con 40 años de trayectoria vertical hace un amago de no cerrar su puerta, plantéate subir por las escaleras. Tus piernas te lo agradecerán).

 

Así que aquí estoy ahora, con un libro entre las manos y la tentación de escribir un montón de cosas que están pasándome por la cabeza, pero sin mayor opción que dictárselas a un teléfono, boqueante como pez fuera del agua y cuya batería hay que preservar a capa y espada por si se necesita en caso de emergencia.

¿En este caso, por ejemplo? Por ejemplo. 

 

Qué buenos tiempos aquellos en los que siempre llevabas un bolígrafo colgado del bolsillo del pantalón. Deformación profesional. Hoy sigues dejando uno o dos por cada abrigo. El problema llega cuando llega el verano y te despojas de cualquier capa imperiosamente innecesaria. Al menos con el boli a mano, papeles para plasmar esos aerolitos mentales no faltan en servilletas de bar, recibos de cajeros electrónicos o tiques de compra. Así anda aquel baúl no tan olvidado en casa de los abuelos: lleno de versos perdidos, ideas peregrinas y desvelos de madrugada rumbo a casa tras otra juerga adolescente. Y ahora con la amenaza pendiente de irse todo al contenedor si no paso pronto a rescatar continente y contenido del fondo del armario que un día fue mío pero que hoy forma parte de mi pasado en la casa que ya no es mi hogar, aunque aún me acoja de puertas abiertas con cerveza fría, cacahuetes y conversaciones paternales -sea lo que sea el contenido de las mismas- cuando voy por ahí.


Ay, si además de un libro tuviese un boli por aquí...