jueves, 30 de marzo de 2017

El contador de historias

Según cómo se mire, la escena más cotidiana puede tener su lado interesante. (Foto: Christophe Jacrot)

Recuerdo la primera vez que lo oí. O que lo vi, tal vez. Bueno, realmente no lo recuerdo, pero sí recuerdo cómo pudo ser -cómo fue- y más o menos cuándo fue. Digamos que hacia 2008, que andaba yo en plena revolución vital y laboral, un día, con el telediario de La 2 de ruido de fondo, de repente giraría la cabeza al escuchar la voz de una noticia, más que locutada, relatada, contada. Más que noticia, historia. Nada extraño en ese espacio informativo que acostumbraba a dar otro enfoque a los asuntos del día. Por eso estoy pensando que si tanto me llamó la atención, tal vez no hubiese sido en el telediario del segundo canal de TVE, si no en el primero, el titular, en el equipo serio de la tele pública, donde el material suele ser más encorsetado, siguiendo los cánones y padrones del periodismo ortodoxo.

Sería a lo mejor alguna pieza sobre los participantes de un festival de cine, o la relectura de algún libro cuya presentación al público podía acabar siendo más interesante que el propio libro. O la entrevista a algún personaje del que nunca habíamos oído hablar y del que nunca nos volveríamos a preocupar mucho más, aunque en ese mismo momento, teledirigidos por las preguntas, acabamos queriendo saber más sobre las respuestas que pudiese dar. Sólo sé que me llamó la atención, como lo ha seguido haciendo desde entonces aunque muchas veces el asunto tratado en la noticia no sea exactamente de mi interés.

Y me llamó la atención no sin un toque de sana y un poco rabiosa envidia. Como la de aquel cura de pueblo en Cuaresma, que mienrtas preparaba sus sermones sobre ayuno y abstinencia, recogimiento, castidad y oración periódica, amonestaba a las parejas que paseaban sin dejar que corriese mucho el aire, llamaba la atención de las madres que dejaban a sus chiguitos jugar ruidosamente en plaza a la hora del Ángelus, o a los paisanos que no perdonaban el vasito de aguardiente al amanecer o la rodaja de chorizo en el bocadillo, fuese viernes o no. Y en el fondo en el fondo, lo que quería el señor padre era irse a platicar al Teleclub con sus otros parroquianos, pasar la tarde con anís y pastas en la tertulia de doña Julita o rememorar sus tiempos mozos, cuando no le hacía falta la sotana para ser el portero con los mejores reflejos del seminario.

Yo también quería saber combinar la prosa con el texto informativo como ese tipo de voz acogedora y cálida, casi anaranjada si la clasificamos por irisaciones como Alfredo, el amigo de Caty en una de esas historias que el periodista nos vino a contar cuando decidió aventurarse por el lado literario. Como reportero, no perdía la oportunidad de marcarse un presencial (cuando el periodista aparece, que no es siempre, en la pieza informativa) y lanzar aquella mirada medio bizqueante al telespectador, una mirada enarcada por una sola ceja, que quiere ser seductora y tranquilizadora al mismo tiempo. Parecía que intentaba ligar con su público. Y el caso es que al final conseguía su objetivo que siempre será hacernos mirar a la tele. Levantar la cara del plato o del móvil, parar la conversación, volver del pasillo... Y prestar atención a la tele, aunque fuese para criticar el color de su camisa sin corbata (o alabarla), su peinado milimétricamente descuidado o lo que se gasta la tele pública en contarnos cosas que no le interesan a nadie...                          

O lo que sea.

También los fotógrafos como Álvaro Marín llevan una
vida de lo más normal cuando aparcan la cámara de fotos.
Y así todos los días hasta que decide fusionar ese cotidiano de su trabajo con la ficción. Se va a permitir el lujo de dejarnos con la duda de si la vida en un día de cualquier persona, la disposición de los muebles del vecino o los pasajes de nuestra propia memoria, son parte de una elaboradísima fantasía a imagen y semejanza de la realidad, o simplemente, no son más que algunos flecos sueltos de lo que pasa a nuestro alrededor mientras estamos leyendo cualquier cosa en la pantalla del móvil o mirando a los otros ocupantes del ascensor que, como nosotros, no se cansan de leer el número de teléfono de la asistencia técnica mientras cuentan mentalmente el número de pisos que faltan para disociarse entre del resto hasta el próximo apagado y formal "buenos días".

Los libros.

Llego por fin al meollo del asunto, que es el literario. Porque hasta ahora no he dicho de quien estoy hablando ni por qué, aunque los más despiertos ya lo habrán sospechado. Se trata de Carlos del Amor, ese reportero que a algunos les llegará a resultar un pedante, incluso, pero que seguro que no es más que pura envidia cochina. Yo mismo no lo aguanto -con la boca pequeña- y sin embargo cuando llevávamos apenas unos días de vuelta en Palencia (después de casi diez zascandileando por el mundo), haciendo tiempo en la muy nuestra Librería Amarilla hasta que Marina saliese de su primer día de colegio, cayó entre mis manos su entonces último libro (El año sin verano) y no dudé en presentárselo a Naide porque sin duda, le iba a gustar. Se lo llevó de regalo sorpresa (su primer libro de nuestra nueva vida en España, y tal) y no tardó mucho en hacerse también con el primero: La vida a veces. Ahora está llegando a las librerías su tercer novela, Confabulación, y claro, pues en casa ya estamos esperando leer las historias que este contador tenga para traernos.

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