domingo, 23 de diciembre de 2018

Dios, Stephen Hawking y yo


Stephen Hawking dice que no tiene nada contra dios. “No quiero pasar la impresión de que mi trabajo es sobre probar o refutar su existencia. Mi trabajo es encontrar una estructura racional para comprender el universo que nos rodea”, pero rebate a los que ven milagros a la vuelta de cada esquina: “Puedes decir que las leyes [de la Naturaleza] son obra divina, pero eso es más una definición de dios que una prueba de su existencia”.

Así que no, para el científico que vivió todo estos años “de milagro” (por méritos parecidos hemos visto candidatos a la santidad subir a los altares y nadie se ha quejado) no tiene ni la más mínima intención de deberle sus años extra a ningún milagrero moderno. Ni la existencia del espacio a creencias sobrenaturales. Al menos no mientras no haya una respuesta científica definitiva al origen del universo, “única área restante que la religión puede reivindicar para sí misma”, concede.

Y sin embargo ahora me atrevo a contradecirle desde mi humilde racionalismo. Es la naturaleza humana la que se explica por la religiosidad más que el origen del universo. Por una simple y arcaica razón: la fe mueve montañas. Y para más inri, da vida a nuestra ciencia.

La existencia de Dios como máxima representación de una creencia sobrenatural no radica en la contraposición a las leyes de la Naturaleza, si no en nuestra capacidad de superación buscando soluciones a todas y cada una de las cuestiones que nos plantea el universo. Si el ser humano no hubiese tenido ese afán por entender el funcionamiento de su entorno, su evolución no hubiese sido distinta de la de cualquier otra especie animal. La ignorancia era como un dolor que había que mitigar, una herida que cicatrizar. Mientras no cauterizara la herida, el hombre debía poner un apósito en ella para evitar que sangrara. Pero no se conformó con esta solución que, en el peor de los casos, podría desembocar en una curación defectuosa o una infección. Cosió la herida, puso grapas y, finalmente, borró la cicatriz con un láser.

Pero existe otro hecho: el ser humano es un ser creador. Desde que a su compañero lo cazó un depredador cuando intentaban huir de él encaramándose a un árbol y, en venganza, se lanzó desde lo alto blandiendo una rama arrancada. Al matarlo contra todo pronóstico, reorganizando así la pirámide alimenticia, ese humano descubrió que tenía un poder singular: podía revertir la ley natural con su ingenio, inventar objetos, reorganizar la naturaleza, estimular sus sentidos de forma artificial, crear vida, nuevas especies. Otra de sus primeras creaciones fue también una creencia que a partir de ese momento diese sentido a todo lo que no entendía, y que pudiese ir deshojando a medida que resolviese uno a uno los enigmas a los que daba cobertura. Es decir: A medida que desarrollaba su ciencia, espoleada por su fe en sí mismo, iba sustituyendo a dios por sí mismo.

Otra prueba de la existencia de Dios sería la fe (la misma que da alas a la ciencia) y sus efectos sobre el ánimo y el ego humano. Discutiendo sobre este asunto con mi suegra, ésta vino a decir que sentía pena de las personas que no creen porque pierden un punto de apoyo fundamental. Desde el momento en que alguien tiene ese conforto que le ayuda a levantarse y seguir adelante, se puede decir que sí, hay algo (o alguien) intangible a su lado.

Todo esto no dejan de ser opiniones personales inspiradas por un científico que no cree, que escribe preguntas y respuestas que desembocan en más preguntas a las que debemos dar respuesta para seguir avanzando.


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