Orgullosa palentina, por Ilustre Palencia. |
No contaba con que un grupo de mujeres, viudas buena parte de ellas precisamente por culpa de los supuestos derechos sucesorios y los caprichos de cuatro privilegiados en el juego de la política matrimonial, se interprondría en su camino hacia la gloria del trono de Castilla. A ellas no les iba a cambiar mucho la vida si el rey se llamaba Juan, João o John. Pero tal vez sí empeoraría más si cabe su situación si dejaban entrar a aquella hueste que acampaba al norte, junto al río, por aquello de acabar siendo botín de guerra para una horda de invasores sedientos de gloria... y otras ganancias menos honrosas. Así que tocaba vender cara la piel, como enseñaban el señor cura y el licenciado de turno, o aquel juglar que contaba historias de tiempos pasados, sobre pueblos hispanos que no se habían dejado conquistar por herejes muy anteriores a los moros que hoy esclavizaban cristianas al otro lado del Duero.
Una primera inspección del recinto confirmaba los informes acerca de la debilidad de las murallas. Si es que en algunos puntos podían llamarse murallas. El mismo señor de la ciudad, años antes, había condenado a sus convecinos a no poder defenderse adecuadamente en caso de ataque o revuelta. Todo por un conflicto de intereses con el Concejo que había acabado derivando en un ataque al mismísimo alcázar, que sufrió las consecuencias en su propia estructura. El señor obispo, a la sazón señor de Palencia en lo espiritual y en lo terrenal, castigó la afrenta popular prohibiendo la reforma y refuerzo de la muralla. Y ahora precisamente a ella se encomendaba su sucesor ante la presencia de quienes querían arrebatarle el poder que Dios y el rey le daban sobre aquellas tierras y aquellas gentes.
Poco tardó en correrse la voz sobre lo que había pasado en Benavente cuando los soldados del de Lancaster no pudieron sacar todo el fruto deseado del asedio a aquella ciudad bien protegida. Así que nada iba a impedir que pagara sus frustraciones la frágil Palencia, que pese a su importancia, por no tener no tenía ni hombres para protegerla, entre los que murieron en Aljubarrota al servicio del rey y los que aún andaban alistados en las correrías reales para acalmar el territorio. Tocaba tomar medidas e impedir que los invasores se acomodaran a orillas del Carrión. Así que cuando estos aún levantaban las tiendas del cerco un poco más acá del puente del camino a Grijota, las defensoras salieron por las puertas de Monzón y de los Pastores en busca de un enemigo que nunca hubiese esperado tener que salir en desbandada como lo hizo aquella mañana.
Rapidamente volvieron las palentinas a sus posiciones en el interior, reforzando su presencia entre los sectores de la Cerca Nueva al norte y por el levante, que no ofrecían tantas garantías de soportar el ataque como las viejas murallas romanas que se asomaban al río por poniente. De nada sirvieron las amenazadoras intenciones de un ejército bien pertrechado para doblegar el ánimo de las palentinas que, sin saberlo ni pretenderlo, acabaron beneficiando la campaña de su monarca que pudo regresar de las extremaduras para retomar el control del reino, poniendo en fuga definitivamente al ejército invasor.
Tan loable acción bélica de quien poco más se espera que, apenas, criar a sus hijos, cuidar de sus casas y soportar a sus familias, les supuso a las mujeres palentinas obtener todas las honras de que el rey se sirve para destacar a sus más valerosos caballeros. Si bien el premio más valioso que la banda dorada que desde entonces sólo ellas tienen el derecho a lucir, de madres a hijas, fue volver a ver a sus hijos y maridos supervivientes de una dura campaña. Y aún poder recibir, ahora amistosamente, al duque de Lancaster para casar y coronar a su hija Catalina como princesa de Asturias de la mano del futuro Enrique III de Castilla.
(Con informaciones sacadas del libro Palencia. La ciudad de la
Edad Media y su tránsito a la Modernidad, de Margarita Ausín)
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